JARRONES ROTOS
Felipe González es autor de
frases que han pasado a la historia. Sobre todo porque correspondían con
exactitud a ideas atractivas de un hombre que sabía defender lo que pensaba.
Con la serenidad que da el tiempo, les aseguro que mantengo la visión positiva
de su mandato presidencial durante una etapa en que la democracia había que
inventarla a fuerza de utopía, de futuro y de implicación de la ciudadanía para
que tomáramos conciencia de que era una
tarea que nacía diariamente del esfuerzo y responsabilidad de cada uno. Y a la
sombra de esa serenidad, agradezco el comienzo de un estado de bienestar, una
universalización de la sanidad y las pensiones, la construcción de autovías, la
integración en Europa y la concienciación de un quehacer histórico capaz de
enfrentarse a la bota militar. Tal vez hoy no seamos demasiado conscientes de
lo que significó para muchos de nosotros ver a un general cuadrarse
militarmente frente a un ministro civil. Lo que hoy es naturalmente lo que debe
ser, era entonces un temblor de grandeza del papel de subordinación de unas
fuerzas armadas al poder civil que nunca antes hubiéramos soñado y por lo que
tanto habíamos luchado. Que nadie crea en una adhesión incondicional. Recuerdo
muchos aspectos negativos: Roldan, el Gal, Filesa…Casi todo quedó sepultado
bajo la absolución de las urnas, aunque yo me declaro contrario a esa gracia
proveniente de una simple repulsa ciudadana y exijo una responsabilidad
posterior a esa absolución. Amparados en esa indulgencia plenaria, muchos
políticos esquilman a sus electores conscientes de que cuando dejen de ser
elegidos se irán coronados de aplausos a sus casas, pero sobre todo a otros
puestos.
Felipe dejó una frase para
la posteridad: Los expresidentes son jarrones chinos. Todos alaban su
hermosura, pero nadie sabe dónde colocarlos. Tal vez esta visión tenga una
parte de verdad, sobre todo en los primeros años de posmandato. Pasado un
tiempo, menos del deseado, son conscientes de su valía desperdiciada y casi sin
buscar, encuentran acomodo en empresas importantes con cargos pagados sin
miramientos. Porque yo lo valgo, dicen los jarrones que han sabido encontrar
dónde ornamentar la billetera, aunque pudo parecer que nadie sabía dónde
ponerlos.
Aznar anda hablando por el
mundo, aunque si al mundo le dice lo que dice en su país, no me extraña que
nadie lo oiga. Porque D. José María no se siente sólo un Carlos primero de
España, sino también quinto del universo y es ese universo el objeto de su
redención.
Y está la etapa final. A
los jarrones se les cae el esmalte, se deterioran las miniaturas que
embellecían su cintura y se convierten en recuerdo, sólo recuerdo con una
leyenda colgada que asegura que fue bonito mientras duró. Los expresidentes
quieren aportar a sus partidos respectivos un supuesto valor acumulado, pero se
han puesto viejos. Aznar entonces grita. Le grita a Mariano, se arrepiente del
orgasmo de su propio dedo nombrándolo sucesor y le amenaza con exigirle la
devolución del rosario de su madre aunque se quede con todo lo demás. Aznar
vive amenazando al actual presidente, a su partido, a la economía, a las
autonomías, a la inmigración, a los que buscan refugio y a todo el que pasa por
FAES. Aznar está viejo y sólo forma parte del pasado (no sé si de la historia).
El olor a naftalina resulta mareante.
Felipe fue brillante. Te
envolvía y terminabas sucumbiendo a sus argumentos, asumidos como propia
convicción. Pero Felipe huele a armario cerrado desde tiempos de la abuela, con
ese perfume de manzana que daba aroma de campo y amapolas al roperío guardado
desde que ella se fue de puro viejita. Cuando uno compara al Felipe que
enamoraba a media España y escucha al Felipe que despotrica argumentos rancios
contra los adversarios políticos del PSOE en estas elecciones de 2.015, uno
llega a palpar que el tiempo no admite cirugía estética, que se le arruga la
frente, que le salen manchas en las manos y que olvida que el ayer sólo existe
en la nostalgia triste del pasado.
Ahí está la vieja política.
Radica en ella esa casta con complejo de superioridad que se niega a entregar
los trastos porque ha salido un toro nuevo, porque el mundo se estrena cada
día, porque no quedan privilegios que inmortalicen a héroes que uno no sabe
dónde colocar para que no estorben. Aceptar la propia finitud es un rasgo de
dignidad. Hay que tratar de morir con elegancia para que nuestro cadáver sea
bonito y salgan espontáneas esas frases escritas en las paredes de los
tanatorios: “Parece que está dormido” “No puedo creerlo. Si ayer tomé café con él y estaba lleno de vida” “No somos
nadie…”
Los jarrones chinos.
Escuetos unos, barrocos otros, elegantes todos. Pero descascarillados por el
paso del tiempo. La verdad es que uno no sabe dónde ponerlos.
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