lunes, 23 de noviembre de 2015

LOS PERROS


Que se callen los perros.
Andan ladrando al viento
a las espaldas de una luna negra,
entre las ingles morenas de la noche.
Me dan miedo los perros
que huelen la muerte
y aúllan como si llevaran un vendaval entre los dientes.
Los perros mastican
los huesos oscuros de la muerte
y a dentelladas rompen
las venas que mantienen erecto el sexo.
Los perros olfatean la piel arrinconada,
caricias abandonadas
en balcones donde crecieron geranios.
Que se callen los perros
que me asustan el alma
y convocan mi muerte para asignarme el vacío
de metro y medio de tierra,
para ahondar las raíces en un tiempo sin tiempo.
Me da miedo enfrentarme a los ladridos
de los perros que detectan mi muerte en las esquinas
y la gritan delante de mis ojos
como el bando de una autoridad maldita.
Tengo miedo a la muerte, lo confieso,
porque nadie me explica en qué consiste,
si en el vacío infinito de mí mismo
o en la plenitud absoluta de un amor.
Tengo miedo a la muerte
porque no tiene nombre,
porque es una amenaza
desde el anonimato más oscuro,
como una traición,
un fracaso que derroca el orgullo de ser.
Estoy vivo.
Soy en consecuencia
un candidato elegido por los perros
para una muerte irrenunciable
cualquier día a las cinco en punto de la tarde.


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