lunes, 16 de noviembre de 2015

CREO EN LA PALABRA


A uno le cruje el alma cuando quiere aguantar encima todo el dolor de París. Le escuece el corazón si pretende soportar toda la angustia de esos miles de refugiados que huyen de la muerte para sólo encontrar la muerte. Se le retuerce la carne cuando le mantiene la vista a una guerra convertida en intercambio mercantil de armamento por sangre. A uno se le estremece la vida cuando para conseguir el orden mundial se recurre como solución única a cañones, a misiles, a bombas de racimo que destrozan carne militar de hombres y mujeres, padres y madres de familia, y saltan por los aires hospitales para acelerar la muerte de quienes podrían ser curados por la medicina, cuando la muerte es una meta que cotiza en bolsa.

París ha sido una isla de odio que no estoy seguro quien lo levanta primero como bandera. Perdonen mi ignorancia, pero no estoy seguro. El odio engendra odio, pero ignoro quién fue el primer sembrador de odio. No consigo distinguir quién puso la primera semilla. No  sé si fue la quijada de Caín contra Abel. No estoy seguro porque todos los burritos son Platero, dulces y peludos y los parió Juan Ramón una noche de luna de algodón. No sé si muy anterior a él, cuando la manzana, cuando el mordisco maldito y la expulsión del jardín, o cuando dios descansó al séptimo día porque se le acabó la belleza entre las manos, o cuando el cristianismo se empeñó en ser cristiandad, o Mahoma, San Juan de la Cruz, Jesús o Stalin, Hitler o Musolini o la madre que parió a los inventores del desamor y la desesperanza.

París ha sido una isla, pero el mundo está compuesto de un gran archipiélago de odio, de sinrazón, de egoísmo insaciable de riqueza a costa del hambre de una mayoría, de hacedores de miseria, de ejemplares multimillonarios a costa de salarios infantiles de niños que no tienen la posibilidad de jugar con una pelota de trapo en las calles del mundo subdesarrollado, de honorables barrigas alimentadas con el hambre de hombres y mujeres con las espaldas dobladas porque pesan las botas del mundo civilizado y cristiano.

Cuando uno dice estas cosas, hay un coro de politólogos que le llaman demagogo. Incluso Inda, ese que necesita de argumentos apocalípticos para que los demás tertulianos sepan que existe, puede gritarme que soy un  miserable por argumentar lo que argumento.

Todos hemos llorado en París. Y tras el llanto, se me ha anudado la preocupación. Hollande ha hablado de guerra, de mandar misiles, de aunar fuerzas para que la aviación bombardee no sé qué zona, porque hay que aniquilar, deshacer, borrar del planeta. Porque hay que recuperar la libertad, la serenidad, la tranquilidad. Y como cuando en enero, se reúnen los jefes de estado y de gobierno y cada uno proclama algo igual a lo que ha dicho su compañero de mesa, que hay que unirse para conseguir la paz (aunque ninguno aclara qué es la paz porque la langosta le ha turbado la mente o porque no sabe cómo definir la paz o porque –esto es lo más seguro- ninguno desea en realidad la paz). Todos saben lo que es la guerra y son valientes para afrontarla. Por tanto enviarán militares padres y madres a donde crean conveniente para fabricar más muerte, más orfandad, más desesperanza. Porque como dice una viñeta de la insondable Mafalda, si los que hacen las guerras fueran a ellas no habría guerras, Pero van otros. Y cada país aporta su cuota de valientes. Se despiden orgullosos porque se les ha educado para morir o triunfar, aunque nadie les ha dicho que el triunfo consiste en la muerte. Los que regresan vivos no son condecorados ni tenidos en cuenta. Sólo son dignos de honores los muertos

Me dan miedo los tanques, los aviones, las bombas. ¿A nadie se le ocurre de verdad pensar en la palabra, en su poder creador, en su capacidad de llegar a lo hondo del otro, a los sótanos del alma? ¿Nadie cree en el poder utópico de la palabra? ¿Y si nos sentáramos a hablar? ¿Nadie le otorga un poder superior al de las armas?

La biblia –y descarto aquí toda referencia religiosa- le da a la palabra la categoría de útero del mundo. Todo germina en su vientre y de su vientre brota la creación. Y cuando el universo se desprende en el más bello parto, el mundo es un hermoso vergel en paz consigo mismo, en armonía suprema, en el más bello caos de la existencia.

Nadie cree en la palabra porque todo se reduce a negocio, a prostitución humana, a odio alimentado con capital que prevé apropiación de petróleo o reconstrucciones después de la destrucción necesaria para engordar cuentas bancarias. Se entierran muslos con cascotes y se ingresa en la cuenta corriente un cadáver a intereses elevados.


¿Qué haremos los humanos sin un trocito de utopía y sin el valor creador de la palabra?

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