AQUEL CRUCE
Cruzaba las piernas como si
cruzara un mar. Que nadie me recuerde una escena cinematográfica. Maldigo la
comparación. Aquello era una cinta plástica. En la piel de estos muslos podía
escribirse un poema.
Ella conocía la reacción de mi
cuerpo desbocado. Lo habíamos hablado. Le había comentado el escalofrío que me
despertaba el paisaje de luz evidente y la sombra imaginada de aquel cruce de
piernas. Ella siempre respondía que le encantaba regalarme aquel latido y
sentir que mis ojos se extasiaban en el movimiento más erógeno de su cuerpo.
Se miraba desnuda en el espejo.
No se encontraba especialmente bella. Sus pechos tenía la huella de dos hijos.
Sus caderas, tendían a acoplar un vientre con algún pliegue sobrante. Sus
glúteos no respondían a una gimnasia recomendada en un spot televisivo. Sólo su
monte de venus y sus muslos eran el orgullo de aquella mujer que cruzaba sus
piernas como si cruzara un mar.
Habíamos sido amantes desde
aquella tarde que llovía. Se había refugiado por cortesía en mi paraguas y me
había invitado a un café en su casa. Eramos jóvenes. Le sequé la espalda
mientras en el espejo miraba sus pechos de limoneros dulces, su vientre rubio
como un trigal con amapolas y la toalla bajaba hasta los convexos planetas de
sus nalgas.
Habíamos sido amantes. Pero un
día deja de llover y nadie necesita un café caliente, ni que le sequen la
espalda, ni reflejar en un espejo el misterio más bello de su carne. Y el amor
se redujo a aquel regalo de la piel de sus muslos, al paisaje de luz evidente y
la sombra imaginada de aquel cruce de piernas.
Siempre me quedó pendiente una
pregunta que me negué a despejar: ¿Por qué cuando me veía cruzaba sus piernas
como si cruzara un mar?
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