viernes, 13 de noviembre de 2015

AQUEL CRUCE



Cruzaba las piernas como si cruzara un mar. Que nadie me recuerde una escena cinematográfica. Maldigo la comparación. Aquello era una cinta plástica. En la piel de estos muslos podía escribirse un poema.

Ella conocía la reacción de mi cuerpo desbocado. Lo habíamos hablado. Le había comentado el escalofrío que me despertaba el paisaje de luz evidente y la sombra imaginada de aquel cruce de piernas. Ella siempre respondía que le encantaba regalarme aquel latido y sentir que mis ojos se extasiaban en el movimiento más erógeno de su cuerpo.

Se miraba desnuda en el espejo. No se encontraba especialmente bella. Sus pechos tenía la huella de dos hijos. Sus caderas, tendían a acoplar un vientre con algún pliegue sobrante. Sus glúteos no respondían a una gimnasia recomendada en un spot televisivo. Sólo su monte de venus y sus muslos eran el orgullo de aquella mujer que cruzaba sus piernas como si cruzara un mar.

Habíamos sido amantes desde aquella tarde que llovía. Se había refugiado por cortesía en mi paraguas y me había invitado a un café en su casa. Eramos jóvenes. Le sequé la espalda mientras en el espejo miraba sus pechos de limoneros dulces, su vientre rubio como un trigal con amapolas y la toalla bajaba hasta los convexos planetas de sus nalgas.

Habíamos sido amantes. Pero un día deja de llover y nadie necesita un café caliente, ni que le sequen la espalda, ni reflejar en un espejo el misterio más bello de su carne. Y el amor se redujo a aquel regalo de la piel de sus muslos, al paisaje de luz evidente y la sombra imaginada de aquel cruce de piernas.

Siempre me quedó pendiente una pregunta que me negué a despejar: ¿Por qué cuando me veía cruzaba sus piernas como si cruzara un mar?


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