EL HOMBRE DEL SACO
Habíamos vivido con el miedo en las venas. Las
dictaduras lo convierten en un elemento indispensable. Un miedo l configurado
por el instinto de conservación. El dictador coloca en la nuca del alma una
pistola con el tambor cargado y no hay posibilidad de salvar el cráneo, porque
esa pistola es un bosque de balas. No queda hueco para la esperanza y uno
siente a cada momento la frialdad del cañón que roza las sienes y se deslumbra
con el brillo de la culata. La dictadura es un mapa de miedos.
Confieso que sufrí ese miedo. Circunstancias de aquel
tiempo aceleraron con frecuencia el pulso y agitaron la respiración y se
produjeron jadeos y gemidos por el orgasmo fúnebre que produce la piel de la
muerte. Sólo me sentí libre, sin miedo, con la llegada de la democracia, cuando
los fusiles sólo disparaban claveles perfumado
de loewe. Entonces empecé, como tantos y tantos, a disfrutar de los cerezos en
flor.
Con treinta y tantos años, ya no deberíamos hablar de
joven democracia. Su hermosa madurez debería invitarnos a sentir una pasión
indomable por su piel y una necesidad de besar su silueta frutal con sabor a
tiempo nuevo, fecundo, capaz de engendrar la alegría de vivirla.
Pero entonces aparecen los partidos políticos,
indispensables para que la libertad de elección consume la libertad interior y
dignificante de la ciudadanía. Y la vocación de servicio (¿o de sólo poder?)
que llevan dentro hace que la competición por alcanzar el gobierno se revista
de promesas incumplidas a posteriori con el consiguiente desengaño de un amor
fracasado. Pero ya es tarde para el despecho y para irse con otra. El poder del
elegido condena las protestas, promulga leyes mordazas y los politólogos pegados
al poder exigen aguantar cuatro años. Las manifestaciones, las huelgas, las
protestas, son conspiraciones de una extrema radical como Caritas o las ONG preocupadas
por el hambre, la dependencia, las ayudas a familias sin ingresos o los
enfermos sin sanidad. Pero hay que aguantar porque el poder obtenido en las
urnas se siente con el derecho a decir que esa realidad es falsa y que somos un
país potente entre los potentes, y que la creación de empleo es espectacular, y
que el estado de bienestar es mucho más bienestar, y que se han suprimido los
desahucios porque el techo cobija la dignidad humana y que…Pero nada de los ya
conseguido puede igualar el horizonte hacia el que caminamos si usted nos da su
voto incondicional, porque entonces plantaremos cara a la Merkel, presionaremos
a Europa porque somos el Cid, tendrá que
rendirse la toyka porque vive en nosotros el guerrero del antifaz. Y Mariano se
viste de Roberto Alcázar y Pedrín porque por héroes acumulados que no quede.
Pero en el interior de ciertos partidos brota el
miedo. Miedo a la memoria de los votantes que recuerden engaños anteriores,
promesas conscientemente hechas a sabiendas de la imposibilidad de su
cumplimiento, proyectos fiscales que contaban ya con recortes en todos los
órdenes, tres millones de empleos con una reforma laboral prevista que
rebajaría al obrero a la categoría de esclavo… Y si el electorado tiene
memoria, el miedo les crece en los adentros. Entonces, esos artesanos del
engaño que perfilan la actitud debida que deben realizarse en los mítines,
llegan a la conclusión que debe trasladarse el miedo propio a las venas de los
que eligen. Y distorsionan el pasado para llegar a decir que la historia lo
arrincona todo menos a los grandes partidos. Y que los que aparecen en escena
por primera vez son puros figurantes a los que hay que eliminar una vez acabada
la escena principal y a los que no hay nada que agradecerles y les basta con un
bocadillo de mortadela.
Los nuevos partidos –se argumenta- no tienen
experiencia de gobierno, como si los que han estado vigentes hasta ahora
hubieran nacido en cuna de ordeno y mando y fueran los herederos lógicos de una
sangre parecida a la azul de los monarcas. Por esa falta de experiencia y por
un pasado radical, subversivo, antisistema, nunca pueden erigirse en
mandatarios del país. Esperanza Aguirre, esa grotesca sexagenaria capaz de
enfrentarse a su propio partido, llega a afirmar que si elegimos a algunos de
esos principiantes no volveremos a tener una votaciones limpias porque su
esfuerzo va dirigido a la destrucción de las libertades y de la democracia.
Ellos –partido popular, por ejemplo- descendiente de un firmante de penas de
muerte, son los demócratas de toda la vida.
Y de esta forma se traslada el miedo propio a la
sociedad si ésta elige en libertad a alguien que no sean esos demócratas de
siempre. Yo o la nada. Lo que represento o el abismo. Fuera de mí no hay
salvación, como dicen las religiones. El estado soy yo, con la soberbia que
encierra esta mitomanía repugnante. Sólo unos pocos –los de siempre- tienen
derecho a hacer política. Con lo cual la democracia pasa a ser una aristocracia,
porque en los genes de unos elegidos va la hechura de la historia.
Hay una salvación excluyente. A los que no la acepten,
se los lleva el hombre del saco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario