RUTINA
La rutina es lo opuesto a la creación. La primera es
la mera repetición de actos sin contenido de espontaneidad. No brota de los
adentros, sino de la mera costumbre repetitiva. El cangilón del pozo es una
costumbre del agua. Al fondo está el manantial, el vientre de la tierra donde
brota y se hace vida para la primavera del mundo.
El ser humano es creación o se convierte en cangilón
acostumbrado a hurgar en el tiempo convirtiéndolo en pasado sin conseguir
transformarlo en historia.
Uno lleva en la sangre huellas de botas, de sables, de
montañas nevadas, de Isabel y Fernando y tiros en la nunca. Cuando las viudas
de pañuelo negro hasta que la muerte nos junte. Cuando el brazo en alto como mussolinis
importados. Cuando usted no sabe con quién está hablando.
La habíamos deseado tanto que no tuvo más remedio que
llegar. Como fruto de una tromboflebitis, como temblor de un parkinson que
nubla los pulsos, como consecuencia de una conciencia llena de sangre. Vino
ella. No fue Juan Carlos Primero, ni Adolfo Suárez, ni la conjunción de
Carrillo con el genio militar dominante. No. No fueron las circunstancias
urdidas entre los políticos. Fue el pueblo, el que había sufrido el silencio, la
represión, los tiros al aire que mataban trabajadores que se manifestaban en el
asfalto, estudiantes muertos por pura casualidad. Y los que desde su vida de
españoles de nevera y seiscientos habían llamado a gritos a la democracia.
Aquellos políticos se encargaron de plasmar el deseo más ardiente de libertad,
de exigencias de derechos, de capacidad de manifestarse, de criticar, de
mostrar su descontento, derecho a la palabra, al grito, a la exigencia. Pero
fue el pueblo.
Habíamos salido de la rutina infame de una dictadura.
Y lo estrenábamos todo como un novio, como un domingo de ramos o un corpus.
Todo olía a ropa limpia, a membrillo de armario perfumado cuando no existía el
lowe. Empezamos a crear preocupación. Por ofertar derechos, por una sanidad
universal, por unas pensiones que hicieron del viejo un jubilado, por una
enseñanza que daba la posibilidad de acceder a una formación universitaria al
que iba en Mercedes o en metro, del que vestía a medida o era hijo de piropos
de andamio. Y sobre todo empezamos a sentirnos libres, sin cadenas, sin espadas
sobre la cabeza. El otro era un compañero, no un comisario de escalera o de
barrio.
Han pasado treinta y tantos. Vamos siendo mayores.
Tenemos toses mañaneras, obstrucciones pulmonares de tabaco y más tabaco,
crujido de huesos al despertar y sexo de tarde en tarde porque también los
muslos y las caricias se han ido arrugando y decayendo, tal vez como la
democracia. Nuestros hijos ven como natural lo que es fruto de mucha sangre. Son
libres porque otros mordimos los tacones que nos pisoteaban. Pueden reunirse
porque nos escoció tanta soledad. Pueden hablar porque nos envenenaron de
silencio y miedo.
Hemos caído en la rutina. Hemos abandonado por
completo nuestra capacidad creadora y la hemos entregado como monopolio de los
políticos. Nos hemos acomodado en el sofá y que inventen otros, como diría
Unamuno. Y los otros se aprovechan de nuestra ausencia. Y manejan el dinero de
forma que florezca sobre la miseria de una mayoría el bienestar de una minoría.
Y el enfermo ya no es un paciente sino un cliente que se vende al mejor postor,
una mercancía que se apropia la sanidad privada porque tiene dinero para
comprar el dolor y hacer negocio con la muerte de viejos improductivos o de
terminales que exigen que alguien les cure a bajo precio de su hepatitis C.
Pero a nuestros delegados les duele sobre todo la
libertad. Y entonces se ataca y cerca a los sindicatos, se amputan derechos
laborales, de reunión, de expresión. Y se pone coto sobre todo a la libertad. Y encima se nos quiere hacer creer que es por
nuestro bien, para nuestra seguridad, para un confort existencial del que
carecemos y que ellos nos otorgan bondadosamente. Los dictadores son
manipuladores de conciencias, suplantadores de nuestra libertad y aseguran
hacerlo para nuestro bien. Nosotros debemos desprendernos de nuestro quehacer
porque los políticos administran así mejor nuestra tranquilidad. Y con esta falacia
nos convencen de que debemos agradecerles el esfuerzo que les cuesta
mantenernos seguros, cuando en realidad lo que están haciendo es arrancarnos
unos derechos que costaron sangre y dolor en el pasado.
¿Es posible que en plena democracia se promulgue una
LEY MORDAZA? ¿Es posible que se sancionen
con penas económicas y de prisión el ejercicio de derechos inalienables? ¿Y la
ciudadanía calla, se resigna, apostata de esos derechos? Tal vez hemos caído en
la rutina y desde esa rutina abdicamos de nuestra capacidad creadora y nos
rendimos con espíritu de complicidad con quienes han visto la posibilidad de
regresar a una ayer oscuro, plomizo, invernal.
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