jueves, 12 de febrero de 2015

TU Y YO NO SOMOS IGUALES.



Lo sabíamos desde el antropocentrismo filosófico. Cada ser humano es uno, único, irrepetible, histórico. Aquí radica la grandeza, en esa imparidad absoluta por la cual cada uno es su propia definición, o mejor y más exactamente, cada cual es su propia indefinición. Porque definir es abarcar, encorsetar, enjaular. Lo infinito se resiste a ser encerrado en palabras, desborda la capacidad de comunicación y debe ser venerado como el misterio que es.

La filosofía, me dirán siempre esas cabezas que abogan por la practicidad, es una reflexión inútil. Pura teoría. En la práctica…y ahí comienzan a encerrar la grandeza humana dentro de la definición miope de lo práctico. Y con ello lo achican, convierten el mar en pantano y el Everest en un cartón piedra de cursi belén navideño.

Me echo a la calle, lejos de un despacho-biblioteca-sillón-pantalla y observo. Nace la vida al borde de los ojos. Descubro que todavía quedan afiladores con su flauta primitiva y su bicicleta multiuso. Ejecutivos jóvenes que no son ejecutivos sino oficinistas como los llamaba mi abuela. Pasa ella, elegante como un amanecer. Está ella, mano sucia extendida, pidiendo, porque tiene hijos, porque el paro del marido, porque la enfermedad del abuelo. Y los de ayuda social no son ayuda. Sale una pareja de edad mediana de unos grandes almacenes calculando lo que han gastado y lo que han ahorrado porque compraron lo que no necesitaban y gastaron lo que podían haber ahorrado. Van los diecinueve años de la mano. Los labios llenos de besos, los ojos como ramos de miradas, los deseos debajo de la falda y de un pantalón que deja ver lo que no se ve. Unos pasean. Traje, corbata y mocasín algunos. Algunos parecía que no sabían el destino de sus pies. No había un rumbo definido. Todo un símbolo. Los humanos con frecuencia ignoramos las metas, incluso aquellas por las que luchamos desesperadamente. Y colegialas, con labios reservados para el parque, escondidos, para el novio rubio de quince años y hormonas de estreno. Casi todo hermoso. Los ombligos de las ciudades son siempre sensuales.

El colesterol pide caminos. Y el colesterol enfiló hasta las afueras. Pocos kilómetros. No hay rascacielos. El aire con olor a coche se vuelve  oscuridad con olor a pobreza. Olor a óxido agrio, a vinagre rancio. No hay casas. Cartones superpuestos en unas tapias de adobe. Arpillera. Pantalones infantiles atados con cuerdas. Niñas sin bragas porque su sexo no tiene el valor de la entrepierna adinerada de los quince años. Madres con churumbeles en la cadera. Hombres dominadores, machos, muy machos, que preñan a la que se cruza porque son muy machos. Abuelos con mocos, imposibilitados para levantarse de una catre mojado de orines, de mierda, con la mirada llamando a la muerte porque si hay otro mundo no podrá ser peor. Viejas, sí, viejas no ancianas, enfermas, con un brazo escayolado desde hace seis meses porque nadie se acerca a quitarle su vendaje duro y ellas no saben lo que es un fisioterapeuta.

A pocos kilómetros. Villas miserias le llaman en Buenos Aires. Chabolas las nombramos aquí. Ahí están. Con sus paredes de olvido, con la existencia de abandonados, con su estado terminal de desahuciados de la humanidad. Sin derechos constitucionales, traficantes, seguro que traficantes porque los pobres siempre son traficantes. Ladrones, seguro que ladrones, porque los pobres siempre son ladrones. Son los de la chatarra que disimula la realidad del cobre. Los de mercadillo que ocultan la coca porque los pobres envenenan sin misericordia a los chavales que les compra una naranja o seis sujetadores por un euro.

A pocos kilómetros, pero tan lejos de todo. Es otro mundo, me dice un amigo. Otro mundo, no. Es más bien la negación del mundo. En todo caso, quién ha creado ese otro mundo?  Es más bien la anticreación vergonzosamente admitida, aunque en realidad ignorada, por los poderes públicos que desprecian esa contrarealidad. El mundo no se está recuperando de nada porque en el horizonte del quehacer de esos hombres y mujeres importantes nos está la intención de cambiar las diferencias abismales, blasfemas, que existen. Arrinconan el hambre, la desesperanza, la enfermedad, el analfabetismo, la carencia de agua, de servicios a los rincones de las capitales.

Ante todo esto los poderosos se encogen de hombros y en algunos casos hasta agradecen a un dios predeterminante de destinos que los haya hecho herederos por obra y gracia de unas entrepiernas erectas de dinero. Y las religiones se empeñan en prometer un reino futuro preferentemente para los pobres. El hambre de este mundo coronada en el otro. Uno saca la conclusión de que esos dioses son cómplices de la opresión del aquí y sienten la necesidad de desagraviarse a ellos mismo en un más allá.

Caminé despacio al regreso. Me preocupaba volver al despacho-biblioteca- sillón-pantalla. Me asustaba caminar de espaldas al hambre, al abandono, a la pena honda de existir en la tristeza. Me preocupaba ser cómplice.

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