TU Y YO NO SOMOS IGUALES.
Lo sabíamos desde el antropocentrismo filosófico. Cada
ser humano es uno, único, irrepetible, histórico. Aquí radica la grandeza, en
esa imparidad absoluta por la cual cada uno es su propia definición, o mejor y
más exactamente, cada cual es su propia indefinición. Porque definir es
abarcar, encorsetar, enjaular. Lo infinito se resiste a ser encerrado en
palabras, desborda la capacidad de comunicación y debe ser venerado como el
misterio que es.
La filosofía, me dirán siempre esas cabezas que abogan
por la practicidad, es una reflexión inútil. Pura teoría. En la práctica…y ahí
comienzan a encerrar la grandeza humana dentro de la definición miope de lo
práctico. Y con ello lo achican, convierten el mar en pantano y el Everest en
un cartón piedra de cursi belén navideño.
Me echo a la calle, lejos de un
despacho-biblioteca-sillón-pantalla y observo. Nace la vida al borde de los
ojos. Descubro que todavía quedan afiladores con su flauta primitiva y su
bicicleta multiuso. Ejecutivos jóvenes que no son ejecutivos sino oficinistas
como los llamaba mi abuela. Pasa ella, elegante como un amanecer. Está ella,
mano sucia extendida, pidiendo, porque tiene hijos, porque el paro del marido,
porque la enfermedad del abuelo. Y los de ayuda social no son ayuda. Sale una
pareja de edad mediana de unos grandes almacenes calculando lo que han gastado
y lo que han ahorrado porque compraron lo que no necesitaban y gastaron lo que
podían haber ahorrado. Van los diecinueve años de la mano. Los labios llenos de
besos, los ojos como ramos de miradas, los deseos debajo de la falda y de un
pantalón que deja ver lo que no se ve. Unos pasean. Traje, corbata y mocasín
algunos. Algunos parecía que no sabían el destino de sus pies. No había un
rumbo definido. Todo un símbolo. Los humanos con frecuencia ignoramos las
metas, incluso aquellas por las que luchamos desesperadamente. Y colegialas,
con labios reservados para el parque, escondidos, para el novio rubio de quince
años y hormonas de estreno. Casi todo hermoso. Los ombligos de las ciudades son
siempre sensuales.
El colesterol pide caminos. Y el colesterol enfiló
hasta las afueras. Pocos kilómetros. No hay rascacielos. El aire con olor a
coche se vuelve oscuridad con olor a
pobreza. Olor a óxido agrio, a vinagre rancio. No hay casas. Cartones
superpuestos en unas tapias de adobe. Arpillera. Pantalones infantiles atados
con cuerdas. Niñas sin bragas porque su sexo no tiene el valor de la
entrepierna adinerada de los quince años. Madres con churumbeles en la cadera.
Hombres dominadores, machos, muy machos, que preñan a la que se cruza porque
son muy machos. Abuelos con mocos, imposibilitados para levantarse de una catre
mojado de orines, de mierda, con la mirada llamando a la muerte porque si hay
otro mundo no podrá ser peor. Viejas, sí, viejas no ancianas, enfermas, con un
brazo escayolado desde hace seis meses porque nadie se acerca a quitarle su
vendaje duro y ellas no saben lo que es un fisioterapeuta.
A pocos kilómetros. Villas miserias le llaman en
Buenos Aires. Chabolas las nombramos aquí. Ahí están. Con sus paredes de
olvido, con la existencia de abandonados, con su estado terminal de
desahuciados de la humanidad. Sin derechos constitucionales, traficantes,
seguro que traficantes porque los pobres siempre son traficantes. Ladrones,
seguro que ladrones, porque los pobres siempre son ladrones. Son los de la
chatarra que disimula la realidad del cobre. Los de mercadillo que ocultan la
coca porque los pobres envenenan sin misericordia a los chavales que les compra
una naranja o seis sujetadores por un euro.
A pocos kilómetros, pero tan lejos de todo. Es otro
mundo, me dice un amigo. Otro mundo, no. Es más bien la negación del mundo. En
todo caso, quién ha creado ese otro mundo? Es más bien la anticreación vergonzosamente
admitida, aunque en realidad ignorada, por los poderes públicos que desprecian
esa contrarealidad. El mundo no se está recuperando de nada porque en el
horizonte del quehacer de esos hombres y mujeres importantes nos está la
intención de cambiar las diferencias abismales, blasfemas, que existen.
Arrinconan el hambre, la desesperanza, la enfermedad, el analfabetismo, la carencia
de agua, de servicios a los rincones de las capitales.
Ante todo esto los poderosos se encogen de hombros y
en algunos casos hasta agradecen a un dios predeterminante de destinos que los
haya hecho herederos por obra y gracia de unas entrepiernas erectas de dinero.
Y las religiones se empeñan en prometer un reino futuro preferentemente para
los pobres. El hambre de este mundo coronada en el otro. Uno saca la conclusión
de que esos dioses son cómplices de la opresión del aquí y sienten la necesidad
de desagraviarse a ellos mismo en un más allá.
Caminé despacio al regreso. Me preocupaba volver al
despacho-biblioteca- sillón-pantalla. Me asustaba caminar de espaldas al
hambre, al abandono, a la pena honda de existir en la tristeza. Me preocupaba
ser cómplice.
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