LA INOCENCIA DEL AGUA
Hay días que tienen sólo
atardeceres. Solía encontrarla donde acababa el viento, a espaldas de una brisa
que se bañaba desnuda cuando la noche se
hacía noche.
Estaba allí. Doblada sobre sus
rodillas, como un río pensándose a sí mismo. Nos besamos los labios con un roce
recién estrenado porque los besos no admiten la repetición de sí mismos. Si
beso esta tarde como besé ayer, profano la tarde y el beso
En mis hombros sus manos. En sus
caderas, las mías. Dejé resbalar las yemas de los dedos buscando el relieve de su
ropa interior. Sonrió. Me decía con esa sonrisa, que no iba a encontrar la
frontera que siempre me había indicado el límite permitido. Anduve entonces su
espalda. Escalé hasta su cuello sin encontrar el broche del sujetador, imposible de abrir en momentos de prisa
incontenible. Y de nuevo la sonrisa que quería decir lo que no quería decir.
Dejó caer el vestido sobre la
hierba fresca. La vi andar despacio hacia el río. Desnuda. Sabía que yo la miraba. Seguro que extasiado,
debía pensar. Movía las caderas con el ritmo de quien lleva tacones en el alma.
Se volvió invitándome a seguirla.
Corrí
sin saber por qué. Era una necesidad, un ímpetu que me empujaba. Hasta
pudor sentí. Ella se detuvo en la orilla para aguantar la sensación de frío.
Avanzaba nadando. Sólo dejaba ver el
pelo sobre su espalda y el oasis esférico de sus nalgas. No supe si eran celos,
pero me molestaba el río, boca arriba, disfrutando de aquel cuerpo desnudo que
se entregaba lento, suavemente como si comenzara a hacer el amor con el agua.
Vendría después el ímpetu de la corriente, mientras yo la esperaba con los
brazos cruzados, entreteniendo mi cuerpo erguido y las manos llenas de
caricias.
Tenía amoratados los labios,
amoratada la mirada. Le sentaba bien ese color de maquillaje que sólo el agua
fría dibuja en el rostro de una mujer. Sus manos en mis hombros. En sus caderas
las mías. No había fronteras. Fue el tacto más hermoso. “Sus muslos se me
escapaban como peces sorprendidos” Recordé a Lorca. Por primera vez sintieron
el tacto de mis manos. La apreté contra mi cuerpo. Iba la noche consiguiendo
ser noche. Se apoyaba la luna en sus gemidos, los montes en su respiración
jadeante. Se estremecía el mundo. Se entregaba la noche para ser más noche
entre la piel de su vientre y el orgullo de mi sexo gritando como esos animales
nocturnos que buscan comida en las afueras de la vida.
He vuelto al río al anochecer.
Pensé que no me reconocería, pero en el saludo intuí que me recordaba desde
aquella tarde, con ella, frente a frente aquella noche “en que corrí el mejor
de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos” Otra vez Lorca. “Porque yo me la llevé al río
pensando que era mozuela, pero tenía marido”
Me miraba el río entre su memoria
y su pregunta. Pero el río no se atrevía. Vengo solo, le dije. Sintió un
alivio. Heráclito, creo que se llamaba Heráclito, me miró un día a los ojos y
llegó a una conclusión dolorosa: PANTA REI. Pidió disculpas por no pronunciar
bien el griego. Pero quiere decir, me aclaró, que todo pasa. Yo soy agua. Amo
el agua. Pero ella se va y termino no sabiendo quién soy. A usted le debe pasar
igual. Se ignora a sí porque ella no está.
Deberíamos tutearnos, le dije. Yo
soy Rafael. Me alargó la mano y me lo confesó abiertamente. Yo, me dijo, no
tengo claro mi nombre. Puede llamarme Heráclito, aunque prefiero que me llamen
Federico, ya sabe usted por qué. Aquella forma de nadar, aquella piel, aquel
vientre. Usted rompió la virginidad del agua, su inocencia. Ahora, cuando la
noche se va haciendo noche, el agua mira a la orilla y espera. Como usted,
amigo, como usted. A lo mejor nada vuelve a ser. Pasó ella. Pasó usted. Y ya
nada existe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario