domingo, 22 de febrero de 2015

LA INOCENCIA DEL AGUA





Hay días que tienen sólo atardeceres. Solía encontrarla donde acababa el viento, a espaldas de una brisa que se  bañaba desnuda cuando la noche se hacía noche.

Estaba allí. Doblada sobre sus rodillas, como un río pensándose a sí mismo. Nos besamos los labios con un roce recién estrenado porque los besos no admiten la repetición de sí mismos. Si beso esta tarde como besé ayer, profano la tarde y el beso

En mis hombros sus manos. En sus caderas, las mías. Dejé resbalar las yemas de los dedos buscando el relieve de su ropa interior. Sonrió. Me decía con esa sonrisa, que no iba a encontrar la frontera que siempre me había indicado el límite permitido. Anduve entonces su espalda. Escalé hasta su cuello sin encontrar el broche del sujetador,  imposible de abrir en momentos de prisa incontenible. Y de nuevo la sonrisa que quería decir lo que no quería decir.

Dejó caer el vestido sobre la hierba fresca. La vi andar despacio hacia el río. Desnuda.  Sabía que yo la miraba. Seguro que extasiado, debía pensar. Movía las caderas con el ritmo de quien lleva tacones en el alma.

Se volvió invitándome a seguirla.  Corrí  sin saber por qué. Era una necesidad, un ímpetu que me empujaba. Hasta pudor sentí. Ella se detuvo en la orilla para aguantar la sensación de frío. Avanzaba nadando. Sólo dejaba ver  el pelo sobre su espalda y el oasis esférico de sus nalgas. No supe si eran celos, pero me molestaba el río, boca arriba, disfrutando de aquel cuerpo desnudo que se entregaba lento, suavemente como si comenzara a hacer el amor con el agua. Vendría después el ímpetu de la corriente, mientras yo la esperaba con los brazos cruzados, entreteniendo mi cuerpo erguido y las manos llenas de caricias.

Tenía amoratados los labios, amoratada la mirada. Le sentaba bien ese color de maquillaje que sólo el agua fría dibuja en el rostro de una mujer. Sus manos en mis hombros. En sus caderas las mías. No había fronteras. Fue el tacto más hermoso. “Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos” Recordé a Lorca. Por primera vez sintieron el tacto de mis manos. La apreté contra mi cuerpo. Iba la noche consiguiendo ser noche. Se apoyaba la luna en sus gemidos, los montes en su respiración jadeante. Se estremecía el mundo. Se entregaba la noche para ser más noche entre la piel de su vientre y el orgullo de mi sexo gritando como esos animales nocturnos que buscan comida en las afueras de la vida.

He vuelto al río al anochecer. Pensé que no me reconocería, pero en el saludo intuí que me recordaba desde aquella tarde, con ella, frente a frente aquella noche “en que corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos”  Otra vez Lorca. “Porque yo me la llevé al río pensando que era mozuela, pero tenía marido” 

Me miraba el río entre su memoria y su pregunta. Pero el río no se atrevía. Vengo solo, le dije. Sintió un alivio. Heráclito, creo que se llamaba Heráclito, me miró un día a los ojos y llegó a una conclusión dolorosa: PANTA REI. Pidió disculpas por no pronunciar bien el griego. Pero quiere decir, me aclaró, que todo pasa. Yo soy agua. Amo el agua. Pero ella se va y termino no sabiendo quién soy. A usted le debe pasar igual. Se ignora a sí porque ella no está. 

Deberíamos tutearnos, le dije. Yo soy Rafael. Me alargó la mano y me lo confesó abiertamente. Yo, me dijo, no tengo claro mi nombre. Puede llamarme Heráclito, aunque prefiero que me llamen Federico, ya sabe usted por qué. Aquella forma de nadar, aquella piel, aquel vientre. Usted rompió la virginidad del agua, su inocencia. Ahora, cuando la noche se va haciendo noche, el agua mira a la orilla y espera. Como usted, amigo, como usted. A lo mejor nada vuelve a ser. Pasó ella. Pasó usted. Y ya nada existe.


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