ERA EL MAR
Era el mar. Era de noche. Las
olas ceñían su piel. A pocos metros la luna. Subiendo y bajando. Como haciendo
el amor con la espuma.
-Bésame. No supe, no sabré nunca,
si era una súplica, una orden, un deseo nacido de las raíces de su carne.
Bésame, me repetía, como si mis labios no tuvieran la misma prisa por llegar
hasta su boca entreabierta.
-No en la boca, me dijo. En la
espalda. Giró sobre sí misma, como el planeta más hermoso y recorrí aquella
llanura desde los omóplatos hasta sus redondas esferas planetarias. Era un mar
sin prisas. Una noche sin prisas. Unas olas sin prisa. Y la luna, a unos
metros, disfrutaba con los peces de colores.
Puso sus brazos cruzados en mis
hombros y la sentí como un collar de piel, de aliento, de palabras no dichas,
pero que estaban presentes como los ojos achinados de los pececitos que hacen
castillos de arena.
-No conoces mi cuerpo.
-No quiero conocerlo. Lo prefiero
lejana cercanía, oscuridad iluminada, misterio. Te averiguo en cada caricia,
cada beso, cada roce. Ante él me asombro y me estremezco cada vez que lo
desnudo.
-La espalda, me explicó, tiene
terminaciones nerviosas que hacen sentir tan intensamente que logran arquear la
espalda como signo evidente de sentir la hondura de los labios. El cuerpo
tiende a cerrarse sobre sí mismo para demostrar que esa cercanía afecta a la
totalidad y hace vibrar un vientre tenso, unos muslos más pronunciados hasta
residir en las puntas de los pies la hermosa ternura de la carne.
Nos sumergimos en el agua. Tropecé
con la luna. Le besé la espalda y contemplé cómo se arqueaba. Se doblaba la
luna sobre sí misma, su vientre era un relieve de luz, sus muslos suaves como
“peces sorprendidos” y lorquianos y sus pies posados apenas, enredados con alas
y canciones de caracolas.
La desnudé despacio. La besé en
la espalda y hubo un placer cósmico porque el universo se sintió estremecido
ante unos labios que aprendían que la piel es palabra llega hasta las raíces del deseo.
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