lunes, 2 de febrero de 2015

ERA EL MAR





Era el mar. Era de noche. Las olas ceñían su piel. A pocos metros la luna. Subiendo y bajando. Como haciendo el amor con la espuma.

-Bésame. No supe, no sabré nunca, si era una súplica, una orden, un deseo nacido de las raíces de su carne. Bésame, me repetía, como si mis labios no tuvieran la misma prisa por llegar hasta su boca entreabierta.

-No en la boca, me dijo. En la espalda. Giró sobre sí misma, como el planeta más hermoso y recorrí aquella llanura desde los omóplatos hasta sus redondas esferas planetarias. Era un mar sin prisas. Una noche sin prisas. Unas olas sin prisa. Y la luna, a unos metros, disfrutaba con los peces de colores.

Puso sus brazos cruzados en mis hombros y la sentí como un collar de piel, de aliento, de palabras no dichas, pero que estaban presentes como los ojos achinados de los pececitos que hacen castillos de arena.

-No conoces mi cuerpo.

-No quiero conocerlo. Lo prefiero lejana cercanía, oscuridad iluminada, misterio. Te averiguo en cada caricia, cada beso, cada roce. Ante él me asombro y me estremezco cada vez que lo desnudo.

-La espalda, me explicó, tiene terminaciones nerviosas que hacen sentir tan intensamente que logran arquear la espalda como signo evidente de sentir la hondura de los labios. El cuerpo tiende a cerrarse sobre sí mismo para demostrar que esa cercanía afecta a la totalidad y hace vibrar un vientre tenso, unos muslos más pronunciados hasta residir en las puntas de los pies la hermosa ternura de la carne.

Nos sumergimos en el agua. Tropecé con la luna. Le besé la espalda y contemplé cómo se arqueaba. Se doblaba la luna sobre sí misma, su vientre era un relieve de luz, sus muslos suaves como “peces sorprendidos” y lorquianos y sus pies posados apenas, enredados con alas y canciones de caracolas.

La desnudé despacio. La besé en la espalda y hubo un placer cósmico porque el universo se sintió estremecido ante unos labios que aprendían que la piel es  palabra  llega hasta las raíces del deseo.


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