miércoles, 18 de febrero de 2015

DORMIA DEL LADO IZQUIERDO




Dormía sobre su lado izquierdo. Me gusta sentir la luna en la cara, decía. Por la ventana ella, la luna, secando el sudor, silenciando los gemidos, empapando el placer, guardando la humedad del encuentro hondo donde crecen margaritas engendradas en la piel y amapolas en los pechos.

Rodeaba su cintura con mi brazo y mi mano soñaba en su vientre. Su vientre. Me atraía la concavidad de su piel, la ruta hacia su monte más hermoso,  donde ella esperaba cada noche  mi sexo entregado. Su vientre. Cúpula orientando huellas hacia el oasis de hierbas y palmeras, que me regaló aquel día, cuando todo cupo en un beso, y escribió con la yema de sus dedos la palabra amor   a lo largo de mi cuerpo.

Dormía sobre su lado izquierdo. Podía sentir el crujido de su corazón si besaba su espalda. Se arqueaba entonces como un mar, como un río en la esquina del viento. Susurraba silencios si mis labios rozaban sus vértebras de niebla. Me alegra saber que estás, decía. Las noches sin ti no tienen luna y duermo sobre mi lado derecho como venganza. Cuando estás me parece flotar en unas manos de luz. Luz de luna. Luz de ti. Y me vuelvo incandescente porque no queda sin tocar ni un solo centímetro de mi piel. Manos de luna la luna. Manos hacedoras de caminos, tú. Es todo envolvente como un beso redondo, como un aliento cálido entre mi espalda y mis pechos. Y me hago vientre para ti, para ti cúpula acogedora, vereda hacia una avenida de hierbas y palmeras.

Después se hacía el silencio, ese silencio que es la última palabra de la palabra cuando el sonido es súplica de consumación, de plenitud de gozo, de fusión en uno y ya no sabe la luna si asomarse a la ventana o respetar la cumbre donde sólo el hombre y la mujer habitan cuando deciden que el mundo debe rendirse a las sombras.


Y es el beso y la piel y el tacto. Es todo lo que nunca ha sido porque debe el mundo acostumbrarse a existir como nunca ha existido.

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