sábado, 3 de enero de 2015

DEBIA SER HERMOSA



Debía ser hermosa. Diecinueve años. Diecisiete. Tal vez dieciocho.  Fumaba en el balcón. Aguantaba la cremación del papel, el humo y el ataque del tabaco. Sin duda los pulmones eran bellos. Tenían riachuelos de sangre fresca y se dilataban con fuerza. Aspiraban hondo. Y cuando expiraban, creaban un mundo gris, voluptuoso, con árboles colgantes. Diecinueve años. Diecisiete. Tal vez  dieciocho. Noche de enero. Estrellas heladas. Una brisa negra, azul marino, casi líquida.

Yo también fumaba. Despreciaba recomendaciones de calidad de vida, de expectativas de futuro y veía en ella un desafío, una tersura casi insultante. Sus pulmones frente a los míos. Sus árboles colgantes frente al humo informe de mis labios. Pero ella tenía el derecho indiscutible de sus diecinueve años. Diecisiete.  Dieciocho tal vez.
Debía ser hermosa. No muy alta. No muy baja. Exacta. Pelo cola de caballo. Brazos apoyados en la baranda. En las manos, la luz del cigarrillo. Una pierna adelantada sobre la otra. Mirando un novio, un hijo. O recordando un ayer de libros, de instituto, de besos apretados que le aplastaron el corazón. Fumaba como si creara una arcilla nueva, como si sostuviera las bases del tiempo, como si hiciera o deshiciera el porvenir.
                                              
Era algo muy serio. Le importaba el aire para sus adentros. Debía poblarse de estrellas en cada bocanada, implantándose la luna en cada inspiración.

Tiró la colilla. Se quedó quieta. Miró mi ventana abierta. Sonrió antes de extender la mano y dedicarme un saludo. Y se me agolpó el aire en la garganta. Y se desorientó en la laringe. Y se enturbiaron los bronquios. Tosí como quién da un puñetazo al viento.

Fue a la noche siguiente. Estaba ella. Encendí el cigarrillo rubio. La luna caía a chorros haciendo del humo una luminosidad barroca. Perros lejanos. Ruidos absurdos de coches. Voces metálicas de televisores. Velocidad sin sentido. Todos evadidos. Cada uno alejándose de sí mismo, necesitando marcharse a ninguna parte. Pero ella estaba allí, aupada de juventud. Pelo cola de caballo. El mismo fuego en sus manos. Los mismos árboles colgantes. Y yo estaba allí.
Corazón de caminos equivocados. Aire desorientado en los pulmones.


Cerró el balcón despacio, cuidando no pillarse el alma. Me acosté. Sólo veía en el techo un ventanal abierto a su postura, a su imagen perfilada. Mujer gotelet durante horas. Hasta que el sueño me llevó a las espaldas de la muerte.

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