martes, 25 de noviembre de 2014

ELLA AMABA ASI



Le gustaba hacer el amor cabalgando sobre el cuerpo de su hombre. Me lo confesó una tarde de confidencias. Nuestros destinos se habían encontrado después de años sin vernos. Son los caprichos del tiempo. Ahora tomábamos café en una terraza, rodeados de parejas que enlazaban sus manos y se besaban sorprendiendo los labios del otro. Ella había terminado una ingeniería en telecomunicaciones. Yo me aburrí de estudiar medicina después de  tratar de memorizar que sólo un pie tiene huesos suficientes para llenar un osario.

No nos habíamos casado. Ella tenía miedo a los compromisos y a mí me gustaba peregrinar de corazón en corazón. Se había prohibido a sí misma tener hijos. Yo ni siquiera me lo había planteado. Ella trabajaba ahora en una multinacional con un ERE a la vista. Yo había tenido trabajos serios, pero ninguno capaz de atarme a los caprichos de un jefe. Así que cuando él se levantaba de mal humor,  yo encontraba una justificación perfecta para recoger mi portátil y comenzar un camino nuevo

Nunca he sabido cómo llegamos a hablar de su forma preferida de hacer el  amor. Parecía interesada en que yo lo supiera. Tengo la sensación de dominar la situación, me dijo, de sentirme dueña de mis sentimientos.  “Además -te lo confieso- disfruto de la vanidad de que él contemple mis ojos, mi rostro, mis pechos. Me resulta excitante y me empuja hacia un trote sublime. Practícalo cuando  tengas oportunidad. Me darás la razón”. Yo se la otorgaba de antemano, lleno de preguntas en mi interior. Tenía la hermosura de la madurez. Podía vanagloriarse de su rostro, de sus ojos y supongo también de unos pechos que yo no había vuelto a ver desde que éramos estudiantes.

Nos echamos a andar. Me tomó la mano. Como  en los viejos tiempos, me dijo. La rodeé la cintura. Como en los viejos tiempos, le dije. Sonreímos. Nos encontrábamos a gusto. Tuve ganas de besarla, pero no me atreví. Podía tal vez estropear un momento mágico bajo unos árboles que abrazaban sus ramas porque también los árboles rememoran sus viejos tiempos.

Se paró de repente. Vivo aquí. No supe si era una despedida o una invitación. El conserje abrió la cancela y ella entró sin soltar mi mano. Era evidentemente una invitación. Una copa?  Acepté y la dejé elegir la bebida. Realmente me era indiferente. Sólo me preocupaba lo que intuía que podía suceder y el miedo a que no sucediera.  Brindamos por el encuentro. Se sentó e en mis rodillas, como cuando tiempo atrás le leía a Neruda o Lorca.  Apoyó su frente contra mi hombro y sentí su mejilla rozando la mía. Estaban cercanas las bocas. Se trenzaban su aliento y el mío. Olía a naranja, talvez a azahar, tal vez olía al ayer cuando se sentaba en mis rodillas para fingir que le interesaba Neruda o Lorca, aunque lo que en realidad nos gustaba era besarnos en silencio, un silencio anterior al encuentro húmedo de las lenguas.

Me separó la mano de los veinte poemas de amor y me la colocó entre sus pechos como para que eligiera el destino de la acaricia. Apretó sus labios contra los míos y el tiempo se hizo más tiempo. Se levantó y me empujo contra la cama. Casi sin darme cuenta le estaba buscando los ojos y tenía sus pechos al alcance  de mis pupilas.

“Aquella noche corrí el mejor de los caminos, montado en potro de nácar”   Es Lorca, me repetía con una ironía rubia que la convertía en  hermana de Antonio Torres Heredia, hijo y nieto de Camborio.

“Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos”  Es Lorca, le susurré correspondiendo a su lección poética.

Galopó hasta el amanecer. Me sentí la jaca más hermosa, montada por la más hermosa amazona.


No he vuelto a leer  a Neruda ni a Lorca. No tiene sentido si ella  no está  en mis rodillas, si ella no corre el mejor de los caminos ni se escapan de mis manos sus muslos como peces sorprendidos.

No hay comentarios: