martes, 23 de septiembre de 2014

TU BESO SABE A CAFE




Andaba como una mariposa. Tenía alas en los ojos. Buscaba entre las mesas. Me hizo un gesto el camarero. A la misma hora, en la misma mesa, el mismo café. El conocía mi alma como si hubiera vivido en ella. Nos saludábamos con la complicidad de quien durante años vio mis compañías, algún beso furtivo, alguna mano deslizada bajo una falda. Volvía entonces la cabeza y me sonreía con la mirada como quien da un paseo por la alegría de un amigo. Antonio se llamaba. Y Antonio  hizo una señal como hace una señal un faro.

La recordaba. La llevaba adherida a la memoria como una caricia, como una cicatriz, como una condecoración. Es verdad que andaba como una mariposa. Sin embargo cuando la tenía a mi lado en las noches de besos y lunas frías, me invadía como sólo invade el mar. Eran envolventes sus manos de espuma y acero. Tenía la fuerza de un monte en sus pechos y era un río boca abajo su cuerpo hasta los pies. Piel trigal. Cosecha de estrellas en las ingles. Hermosa como una pirámide, delicada como una alhambra, íntima como una mezquita.

Un día se fue a Londres. Quería encontrar un trabajo de acuerdo a sus estudios universitarios. Había prometido escribirme. Y lo hizo. Le constaba que yo no hablaba inglés, que no la entendería y que no sería capaz de buscar un traductor por miedo al contenido. La mariposa se hacía águila cuando hablaba de amor. Y entonces inventaba un diccionario de términos excitantes que no me atrevo a repetir, pero que erizaban la piel cuando las susurraba al oído.

Volvió pródiga de nostalgia y me buscó en el café. Me besó en las mejillas y conversamos del trabajo, del paro, de las dificultades de millones de ciudadanos para llegar a fin de mes. Una conversación propia de un bar donde se arregla el país declarando solemnemente lo que cada uno haría si tuviera el poder. Llenaría las cárceles y acabaría con la corrupción. Los parados a construir carreteras sin sueldo y acabar así con una sangría de dinero. Me entiende lo que le digo? Me repugnaba esa pregunta mil veces repetida, oída cada vez que alguien encontraba las directrices que mejorarían la situación de muchos.

Se levantó de repente. Acercó su vientre hasta mi cara. Tomó mi cabeza entre sus manos y me besó. Con ternura, con ansias, con deseo, con hondura, con avidez, con pasión, con pasado, con futuro, con todo lo que guardan unos labios que te invaden como un mar, con la fuerza de un monte. Como entonces, cuando las noches se envolvían en sudor y gemidos, en manos de espuma y piernas entrelazadas como olivos.

Se fue de prisa, huyendo de sí misma, de mí, de una distancia infinita que volvería a separarnos porque, según me dijo Antonio, el camarero, llevaba otras caricias entre sus pechos y otros suspiros en su espalda.

Hacía años que no fumaba. Antonio sabía lo que me había costado. Pero se acercó, como tantas mañanas antiguas, y me ofreció ya encendido un rubio, regresando a costumbres antiguas. Era un sabor extraño, pastoso, mareante. Pero aguanté hasta el final, hasta el filtro coloreado como pulmones pintados de nicotina.

Antonio recogió la propina, me echó la mano por el hombro y puso cara de tanatorio. Yo estaba, tal vez para siempre, de cuerpo presente.


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