sábado, 12 de julio de 2014

LA DUCHA



-¿Te duchas conmigo?

Me hizo la pregunta con la misma naturalidad con que me preguntó si me gustaba el café.

Nos habíamos conocido una tarde lluviosa de mayo. Rubia de pelo largo trenzado de margaritas. Frágil como un junco. Alma fuerte como un río de pie. Su alma fuerte la descubrí más tarde, cuando el dolor le retorció la vida como un olivo.

La lluvia apareció como una sorpresa. Debajo de un paraguas están más cerca los labios. Pero me faltó coraje. Besar es una lucha común, no una rendición. Y ella no miraba mi boca sino mis ojos. Caminamos sin prisas, brindándole una oportunidad al gua que se colaba por su blusa transparente.

-¿Te gusta el café?

Me hizo la pregunta con la misma naturalidad con que me preguntó si me duchaba con ella. Parecían situaciones intercambiables. Desabrochó la blusa empapada, la falda empapada. Abrí la cremallera de mi pantalón y sentí que el alma se me partía en dos. Terminó de desnudarse bajo el chorro cálido de la ducha. Me ofreció el gel y me dijo que le resultaba incomprensible que los humanos tuviéramos los brazos tan cortos. Es imposible –dijo- enjabonarse la espalda. El cuerpo humano no es justo. Y yo aproveché la injusticia del creador para acariciar aquel mapa hermoso de piel desde su nuca hasta los bellos planetas de sus nalgas. Ella deslizó sus manos de espuma sobre mis omóplatos y las perdió cintura abajo. Estábamos  de repente frente a frente. Estrechamos el espacio vital para que un solo chorro nos purificara a los dos. Y se encontraron los cuerpos. Poco a poco se fueron conociendo, extrañándose menos uno del otro, hasta hacer tacto del contacto, caricia de la cercanía, fusión de la proximidad. Me crucificaban sus pechos y yo lanceaba su vientre. Y el agua nos fue envolviendo en una cálida toalla de vaho.

Agradecí la lluvia de mayo. Me alegré del viento que inutilizaba el paraguas. Me alegré de no haber tenido el coraje de besarla. Me alegré de la imperfección del ser  humano, de tener unos brazos cortos que no permitían esparcir el gel en la longitud de la espalda. Me alegré de su cuerpo desnudo, de la embestida de sus pechos, de las lanzas clavadas en su alegría. Me alegré de existir porque ella existía.

-¿Otro café?

Me hizo la pregunta con la misma naturalidad con que me preguntó si me duchaba con ella.



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