lunes, 28 de abril de 2014

POLITICOS


Hubo un tiempo de hambre política. Franco nos puso la rodilla en el cuello como un antidisturbio de cuarenta años. Nos cortó el grito libertario y nos obligó a masticar el asfalto infame del silencio. Obedecer, aplaudir, halagar, lamer la suela de la bota asesina y sacarle brillo a las cachas de las pistolas para no equivocar el punto de mira y asesinar limpiamente con la bendición del sagrado corazón de Jesús en vos confío.

Tuvimos hambre de política. Y un buen día, España sufrió una hemoptisis, se le atragantó un trombo en la femoral con la bravura de un toro irremediable y Franco se aplastó cobardemente contra los toriles y el ruedo se llenó de geranios. Y creció la libertad, la opinión, la elección, las huelgas alegres con cantos de libertad sin ira, libertad, libertad. Y Jarcha subió a los altares y todos peregrinamos sin miedo a la meca de la democracia.

Y en esa democracia estamos. Treinta y tantos años. Joven democracia le llaman algunos. Como si la juventud permitiera desequilibrios que se disculpan por un acné recientemente superado. No. Esa hermosa etapa es la que enfoca el futuro y diseña el mañana. Por tanto no deberíamos permitir que la juventud de la democracia fuera el justificante de desmanes destructores.

Y en esta joven democracia, la ciudadanía contempla a los políticos no como una solución de futuro, sino como uno de los grandes problemas que le afecta negativamente. Y creo que esta visión negativa de los políticos (no confundir con política), nace de dos premisas injustificables.

La primera es la errónea convicción de que la democracia es algo exclusivo de políticos a los que elegimos cada cuatro años y a los que tenemos el derecho de exigir sin implicarnos para nada en la salud del país porque ellos son los únicos responsables de su buena marcha. Se oye en las tertulias a esos que ganan dinero ante unas cámaras por repetir, en su gran mayoría, tópicos indecentes. Ahora, sentencian, no tiene sentido reclamar nada porque los hemos elegidos con mayoría absoluta. Cuando lleguen nuevas elecciones podremos poner a otros en el poder si no estamos contentos con los actuales. Y en consecuencia condenan las huelgas, las manifestaciones,  basándose en la elección mayoritaria de un gobierno y arrinconando toda protesta y exigencia hasta nueva convocatoria de urnas. Y esos analistas políticos infectan la democracia de pasividad, de resignación, de inanición. El ciudadano queda relegado a una pasividad destructiva. En realidad es una dictadura disfrazada, carnavalesca, en la que debemos permanecer como simples espectadores renunciando a nuestra corresponsabilidad en la marcha de las res-pública.

Hay una segunda causa por la cual los ciudadanos impugnamos la democracia tal y como la vivimos. Es el hedor a putrefacción de los políticos. La palabra es el vientre de la democracia y cuando esa palabra se pudre por falsa se comete el perjurio más abyecto. Cuando no se cumple lo prometido, el político se convierte en un violador imperdonable del sistema. Y merece la condena perpetua, el desprecio más absoluto. Es obligar a la democracia a prostituirse en una carretera cualquiera bajo justificaciones inconfesables.

Por otra parte la ciudadanía intuye que hay muchos políticos que sólo desean un puesto para aproximarse a una fuente sucia que emana dinero. Los ejemplos diarios atestiguan esta intuición.  No hacen falta nombres. Están en la mente de todos. Justificar la presencia en unas listas electorales para dedicarse a la rapiña más abominable una vez elegido, es de antemano un vómito antidemocrático.

Pero los ciudadanos no debemos rehuir nuestra responsabilidad en muchas de estas elecciones. Conocemos gobiernos autonómicos famosos por su traición a los electores, sucios de chapapote económico, y sin embargo vuelven a ser elegidos una y otra vez. Rebelarse con posterioridad contra esos mismos políticos es convertir la papeleta y la urna en una farsa.

Y sólo dos anotaciones al final de esta reflexión. Por una parte, si los ciudadanos apostatan de su responsabilidad en el quehacer democrático, piden a gritos, aún sin pretenderlo, el regreso de una dictadura. Y por otra que deberíamos tener la honestidad de no generalizar y atribuir a la totalidad de los políticos el carácter de corruptos. Hay miles de hombres y mujeres haciendo sacrificios personales, familiares e incluso económicos para llevar adelante un país y sacarlo adelante. Ellos no merecen la inclusión en el paquete relativamente pequeño de corruptos. En realidad somos nosotros, los electores, los cómplices de una podredumbre eligiendo irreflexiblemente a políticos que han dejado la huella de su mala gestión.


La democracia no reside en las urnas cada cuatro años. Se construye día a día con la actuación responsable de cada ciudadano. No hay delegación posible. Los políticos tienen el poder. La democracia somos nosotros.

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