martes, 7 de enero de 2014

CONFIANZA


La confianza es una actitud existencial. No es vitalmente la entrega a algo, sino a alguien. Por eso la confianza es ante todo amor y su formulación más genuina revela una entrega interpersonal y en consecuencia se entronca con el tú. Confiar es amar, es entregarse al otro en cuanto otro. Yo creo en ti es como decir yo te amo y a ti me entrego. Y dado que cada uno es un misterio inabarcable para sí mismo, siempre es parcial la entrega, inacabada, provisional. Hasta donde me sé te digo, hasta donde me poseo te entrego. Y como antítesis de esa grandeza, la desconfianza, el miedo a que el otro no se nos entregue por completo sin asimilar vivencialmente que si no lo hace no es por falta de amor sino por la limitación de todo amor.

De las relaciones interpersonales podemos remontarnos a las comunitarias. Los pueblos necesitan apoyarse en la confianza, en la fe (laica y desmitologizada) para sobrevivir como tal comunidad. Cuando el miedo hilvana el contacto intercomunitario, es fácil que se descosa el tejido social y nos sintamos arrinconados. Hay incluso pseudopedagogías familiares empeñadas en infiltrar desde la niñez ese miedo a la entrega, a la confianza, y bajo el pretexto de la prevención, inocular a los pequeños la máxima de que no deben fiarse de nadie. Y eso en nombre del bien del individuo, aunque en el equilibrio de la madurez se tome conciencia de la imposibilidad de vivir y actuar desde la desconfianza más absoluta y en la necesidad de fiarse de los demás hasta en detalles aparentemente pequeños. Damos el primer beso en la confianza del escalofrío que producen otros labios y tomamos un café sin ni siquiera dudar de que el camarero no haya envenenado el azúcar.

Los españoles tuvimos que vivir durante cuarenta años en una desconfianza radical hacia el que sentaba junto a nosotros en el bar, en el autobús o del vecino del quinto. Las dictaduras inyectan el miedo en las conciencias para que desde la cobardía que implica no tengamos el valor de exigir derechos que esencialmente nos pertenecen por humanos. Y ese miedo, distribuido convenientemente por las grietas de toda la ciudadanía, hace que nos convirtamos en súbditos sumisos, pisoteados, incapaces de levantar la cabeza ante nadie porque estamos rodeados de sospechosos nutridos de miedo que pueden ser delatores de nuestras ansias.
En democracia, el otro no es un sospechoso, sino un ciudadano junto a cuyo esfuerzo unimos nuestro hombro para construir la  “res-pública”  De ahí que la democracia sea una responsabilidad de todos, una empresa cuya culminación radica en el compromiso y la responsabilidad de la ciudadanía (que destronó al súbdito miedoso y cobarde) en la hechura de un futuro confortable para la totalidad de la sociedad.

La tentación más peligrosa de la democracia reside en que los ciudadanos tendemos a abdicar de nuestra capacidad creadora para delegar por comodidad en los políticos. En consecuencia culpamos de todos nuestros males a quienes nosotros mismos hemos elegido, sin sopesar a veces la importancia de nuestra votación. Tenemos derecho a exigirles, pero sin que ello signifique la justificación de nuestra desidia.

Y cuando los ciudadanos nos desentendemos de nuestro quehacer político (yo soy apolítico, no me interesa la política…) estamos poniendo en bandeja el abuso de todo tipo por parte de quien nos gobierna.

Nuestro país lleva un tiempo sumido en la más absoluta desconfianza. A fuerza de desentendernos de nuestro papel cívico, hemos dejado el campo libre para que se alimente la fauna más mortífera que puede devorarnos a todos y justificar falsamente mesianismos estúpidos. Hay algún expresidente que asegura que volvería a la primera fila de la política si su país se lo pidiera. Y estos Carlos quintos, Pelayos reconquistadores, faraones de Irak, permanecen al acecho para embaucar, sólo para embaucar.

Hemos desandado el camino desde la confianza democrática hasta la desconfianza dictatorial (no siempre el dictador lleva botas brillantes ni pistolas con el dedo en el gatillo). Y hoy constatamos la perversión que vuelve a hacer de nosotros seres desconfiados. Desde la jefatura del Estado, pasando por políticos que nos gobiernan y los que aspiran a gobernar, alcaldes, concejales, presidentes de comunidades autónomas y consejeros, sindicatos y banqueros, etc. hay un olor a podrido. Y lo peor es que a esa podredumbre le llaman crisis como si la crisis no fuera la consecuencia de la podredumbre. El orden de factores sí altera el producto. Uno amanece cada día con el sobresalto de un nuevo delito por parte de quien puede cometerlo y tiene la facilidad de cometerlo. Y encima escuchas a alguien mientras saboreas el café: “Y yo porque no puedo, pero si estuviera en su lugar, haría lo mismo”  Es decir, no somos nosotros los que luchamos por nuestra limpieza, sino que son las circunstancias las que nos prohíben ser como aquellos a los que criticamos.


Estamos en crisis de muchas cosas. Pero sobre todo estamos en una crisis de valores que nos truncan la confianza indispensable para levantar la honradez y desplegarla como bandera.

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