martes, 19 de noviembre de 2013

¿HA FRACASADO LA DEMOCRACIA?



Creo que cumple treinta y ocho. Tiempo insignificante en la longitud de la historia, pero una madurez hermosa en la vida de cada ser humano. Y nuestra democracia los cumple alrededor de estas fechas. Madura para muchos de nosotros porque nuestra vida se resuelve en un reloj pequeñito, en un puñadito de arena que baja para no volver a escalar la transparencia del cristal que la contiene.

La empezamos entonces, cuando El Pardo de las firmas de sangre se convirtió en turismo de la historia, de la ignominia, de la esclavitud. Uno se  encontraba la libertad por las aceras y la invitaba a café como una amiga recién aparecida después de muchos años. Y empezamos a sentir que la historia era tu hechura y la mía y la de todos. Había que extraer el tesoro que el despotismo había arrojado al fondo de la vida. Costó mucho. Había que legislar las redes para que no sufriera el pecio. No se consiguió todo, pero fue lo que fue y a lo mejor lo único que pudo haber sido. Tomamos conciencia de que la democracia es una responsabilidad de cada uno.  No es un regalo, sino un empeño personal, una implicación insustituible de la voluntad y  compromiso de cada uno.

Pero el tiempo lo convierte todo en costumbre, en rutina. Y fuimos delegando nuestros derechos, nuestras obligaciones, nuestras esperanzas, nuestros proyectos en manos de los políticos. Y nos excluimos voluntariamente de nuestro papel de hacedores de historia. Los políticos harían por nosotros lo que nosotros dejamos de hacer por nosotros mismos.

Y  esta historia democrática de treinta y ocho años la dividimos en dos: los políticos allí, adueñándose del poder del pueblo, usurpándolo, creyéndose albaceas únicos, y nosotros, denostando esa usurpación consentida, afeando la corrupción, inyectando desprecio hacia esos ladrones de la soberanía que nos pertenece irrenunciablemente.

Tal vez es ingenuidad. Tal vez abandono. Tal vez comodidad que exige que los demás no decaigan en una responsabilidad que nosotros hemos transferido para vivir mirando desde los balcones de la desidia el caminar de nuestros elegidos. Nada de esto es descartable.

Y los políticos se han crecido y se apropian el derecho de conducir nuestras vidas al socaire de sus ideologías con frecuencia superadas por la historia. Y conscientes de que no pueden regresar al vocabulario que se ejerció en otros tiempos, pretenden volver a sus contenidos, aunque con distintas palabras. Cuando se faculta a los empresarios para despedir casi gratuitamente a sus trabajadores en base a un posible decaimiento de sus ventas, se está amputando un derecho adquirido y al que correspondía una indemnización concreta.  Cuando Juan Rossell y Arturo Fernández abogan por los minijobs están destrozando la dignidad humana y obrera. Y no cabe el recurso de que menos es nada. Eso es un chantaje humillante. El que tiene hambre de ocho días prefiere un mendrugo oxidado al ayuno. Pero eso es sentirse entre la vida y la muerte.

Hhay una desafección por los políticos que no es tal vez identificable con una desafección por la política. Y los políticos se lo tienen ganado a pulso. Pero ni todos los políticos, ni esa fácil conclusión de que todos son iguales. No. Seamos sinceros con nosotros mismos. Hay mucho político anónimo que lucha calladamente por los derechos inalienables de la ciudadanía. Y no podemos ser injustos con ellos. Igualmente sucede con la corrupción en la que equiparamos a todos. No. No es así. La podredumbre de unos pocos no puede manchar la honradez de muchos.

Me da miedo, mucho miedo, cuando se generaliza de tal forma que se palpa en el ambiente  una necesidad de destruir la política democrática. Siempre hay salvapatrias que aprovechan ese desengaño programado y escrupulosamente difundido para hacerse con el poder y poner orden donde los partidos pusieron caos. Tenemos experiencia de esto. Y resultó ser muy dolorosa por larga y sanguinaria. Y uno intuye a ciertos próceres que amenazan con el regreso y que pone al pie de los cañones a una sociedad desengañada de sí misma.

Algo parecido sucede con los sindicatos. Tendrán que cambiar, deberán reformarse, adaptarse al siglo XXI. Pero se detecta un interés crecido que proclama su inutilidad y en consecuencia la necesidad de que desaparezcan porque son reliquias de un pasado sin futuro. Muchos de los derechos del mundo obrero tienen a sus espaldas el esfuerzo y hasta la sangre sindical. No podemos darnos el lujo de enterrarlos y dejar en manos del empresariado el arbitraje de las reivindicaciones.

Los recortes a los derechos de huelga, de manifestación sellados por el código del medieval Gallardón o del celestial Fernández, ministro mitrado del Interior con sanciones de hasta 600.000 euros por manifestarse delante del Parlamento son signos de la voluntad disimulada de amputar derechos fundamentales.


¿Ha fracasado la democracia? No, rotundamente, no. Pero siempre se corre el peligro de herirla de muerte por falta de responsabilidad ciudadana y de servir su cabeza en bandeja de plata al salvapatrias de turno.

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