sábado, 5 de octubre de 2013

TREINTA KILOS






La muerte le pesaba treinta kilos. Treinta kilos le pesaba la vida. Treinta kilos el hambre, la soledad, el silencio, el abandono. Allá, por Sevilla. Donde la elegancia se hace giralda y el Guadalquivir cintura para el oro de una torre. Para una Maestranza de mujeres con claveles y sombreros de ala ancha. Qué hermosa Sevilla. Estrecha por Placentines con Cachorros a medida, con Macarenas de lujo, con Trianas morenas de verde luna.

Allá por Sevilla. Con comedores del hambre, con hospitales de bronconeumonías, con pobreza de guitarras cantando a la muerte y a la vida porque en Sevilla hay un derecho a copla en el Patio de los naranjos y en los Alcázares con huellas de reyes magos.

Allá por Sevilla. Murió un muchacho cualquiera. Treinta kilos de muerte como herencia de treinta kilos de vida. Kilos de asco, de inmigración, de ilegalidad porque el hombre con papeles es un ciudadano como dios manda. Y dios manda mucho en la Sevilla.-semana-santa, en los cofrades descalzos, en las cadenas arrastradas por Sierpes en la más bella  “madrugá”

De hambre. Murió de hambre, dicen. La autopsia dice que murió de pena. Se la encontraron en las tripas del alma. Allí estaba la pena agazapada, junto al desprecio, la indiferencia. Le pesaba más de treinta kilos la soledad y no la soportó su esqueleto con piel de inmigrante. Libertad vino pidiendo. Un trozo de trabajo, un poco de pan. Y una sonrisa para aprender a ser feliz de una puñetera vez. Unos derechos que le decían que tenía porque era humano. Se lo decía la ONU, los países democráticos, civilizados, cristianos. Tenía derechos. Y el chaval buscó por la Calle Feria, Relator, cerca del Gran Poder y San Gil. Y los derechos no estaban. Preguntando anduvo. Rastreando huellas de civilización occidental. En un hospital a lo mejor. Virgen del Rocío se llama. Quería cobijar su bronconeumonía. Poner su frío bajo techo, su disnea en el latex profesional de la conciencia médica, su dolor al amparo de un antibiótico que sabe de pulmones sin broncodilatadores. Y dos horas bastaron para que volviera a la calle, al asfalto, al hambre. Porque habían hecho el milagro de curarlo en dos horas. Y el alta, para que aprenda a respirar el aire de la Sevilla hermosa, la luz de las estrellas apoyadas en giraldas, para que siga buscando los derechos a los que tiene derecho por el simple hecho de ser humano.

A lo mejor no era humano porque nadie le daba esa categoría. Por encima del hombro lo miraban, por encima de la ilegalidad, por encima de la sospecha. Los pobres casi siempre son delincuentes y a los mejor sólo eran treinta kilos de criminal, de asaltador de viejecitas-cuatrocientos-euros-de-pensión. Había que desviar la mirada porque a lo mejor estaba al acecho de un trozo de pan, de una manzana, de la manteca “colorá” o tejeringos calientes.

Y llegó hasta el albergue del hambre, de los sueños sin cama, de los fríos sin mantas. Y estiró sus treinta kilos en un banco. Y se le acomodó la muerte en la postura estrenada a lo largo de su cuerpo. Joven. Era muy joven. Lo suficiente como para morirse.  Lorca recitaba: “Y se murió de perfil, viva moneda que nunca se volverá a repetir”.

Se equivocaba Federico. Se repetirá la muerte. Le bastarán treinta kilos de miseria para dibujar el perfil de cera. Bastará ser inmigrante, buscar derechos, pan, alegría. Bastará una bronconeumonía, una hepatitis, un cáncer. Y no podrá llegar a la farmacia porque Ana Mato expulsa del paraíso, como cualquier dios de derechas, a los que no tengan una tarjeta plastificada. Entre la vida y la muerte sólo media un plástico. Y Ana vigila. Y deniega. Y margina, sin remordimientos de conciencia que para eso es cristiana, apostólica y romana.

Allá por Sevilla están velando una pena joven, delgada, silueta casi de hombre. Treinta kilos de desprecio. Pero estamos todos llorando para lavar la hipocresía, el fariseísmo, avergonzados de nuestra propia vergüenza.


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