domingo, 22 de septiembre de 2013

EL AIRE TIENE UN PRECIO


Ser viejo o enfermo es un delito que debe ser castigado con un plus de pena sobre el que sufren los ciudadanos por el hecho de serlo en este país. En un mundo arrodillado ante el becerro de oro, los seres improductivos no tienen cabida. Si somos seres para la muerte, tanto viejos como enfermos, se acercan a su vocación última. Y ciertos elementos sociales están dispuestos a hacer cumplir esa llamada definitiva del tiempo.

Durante sus vidas laborales tanto viejos como enfermos han ido acumulando ahorros para instalarse en la alegría de vivir como jubilados o para paliar los dientes clavados del dolor. Pero llegado el momento, los plenamente vivos, se enroscan sobre su propio egoísmo y comienza el desprecio por los derechos adquiridos y pagados de antemano.

Los jubilados verán estafado su dinero. Alguien entra en la casa de su alegría y les arranca los galones de veteranía, los ata al abandono, al desprecio, les roba su colección de arrugas con alma y trata de convencerles de que la muerte es una desembocadura apetecible porque la desesperación ahoga las gargantas de la vida. Lo mejor que hacen los viejos es morirse, dijo un ministro chino. El mundo quiso aplastar la blasfemia, pero la guardó en el bolsillo de bancos y gobiernos para aplicar la máxima con un disimulo civilizado pero igualmente exterminador. Y empezaron a hablar de sostenibilidad. Y disfrazaron el secuestro con la máscara de una crisis. Y fueron inyectando la desesperación poco a poco, para que pareciera un accidente lo que era un crimen premeditado, diseñado con alevosía. Y empezaron a morirse los viejos de asco. Porque nadie se muere de infarto, de cáncer o de cirrosis hepática. Todos nos morimos de pena en tiempos desiguales como ecos del Machado indolente: “Que la vida se tome la pena de matarme ya que yo no me tomo la pena de vivir”

Pero quedaban los enfermos como un estorbo insolente, afeando la fachada hipócrita de la sociedad. Los enfermos  manchan las moquetas de los políticos y las alfombras persas de los bancos. El Boletín Oficial del Estado promulgó la orden del ministro chino: Lo mejor que hacen los enfermos es morirse. Incluso como deber patriótico. Para que la deuda exterior, para que la prima de riesgo, para que el déficit, para que los empresarios lleven en silla gestatoria a Rajoy hacia el triunfo de las próximas elecciones, para que pueda editar una nueva reforma laboral que cree más parados y termine de implantar el miedo que obliga a irse a Laponia en las condiciones que le apetezcan a Rossell o Arturo Fernández.

Entre todos se había levantado una sanidad solidaria, una sanidad que hacía compañeros a tu dolor y el mío. Hospitales con raíces de andamio, de taller de chapa y pintura, de tienda minorista. Personal sanitario preparado, escrupuloso, esforzado en investigación y dedicación plenas. Y la alegría de un trasplante, y el parto para estrenar la vida, y la madre que volvía a casa, y el recuerdo de cariño para aquella enfermera que se dio cuenta a tiempo de que se te escapaba la vida…Ibamos por el mundo condecorados de sanidad ejemplar, envidiada por potencias económicas, por pueblos omnipotentes. Y nosotros, españolitos identificados con siesta, sangría y torero en el televisor, orgullosos ante la envidia de otros que aspiraban a venir a sumergir su dolor en la conciencia colega de nuestra sanidad universal.

Y llegó Ana Mato (qué apellido para una ministra de sanidad). Y llegó Lasquety (ni sé cómo se escribe ni me importa). Y tomando café decidieron que los enfermos eran un estorbo, que debía de haber alguna forma de exorcismo para derrocar la pobreza ontológica de esa soledad última que es el dolor. Y decidieron ponerle precio a la angustia. De ahora en adelante regalarían los hospitales a quienes buscaran una oportunidad de negocio. A lo mejor a ellos se refería Rajoy cuando hablaba de emprendedores. Y los enfermos iban incluidos en el paquete, pero convertidos en mercancía, como los coches o las alpargatas de esparto. Y ampliaríamos nuestra oferta turística. Desde ahora habría un turismo sanitario.

Robando dinero a las pensiones y cobrando dinero por la medicación era más fácil el nazismo vital y terapéutico. Habría que elegir entre la sopa de ajos y el ventolín para ampliar bronquios. Lo había dicho sin sonrojarse la directora general de sanidad de la comunidad madrileña: Los enfermos crónicos no tienen derecho a vivir toda su vida de las aportaciones del estado. Asintió Lasquety (o como se llame), tomó otro café con Mato (la del jaguar invisible) y fijaron precios.

Alguien me dirá (Floriano, Cospedal o Hernando) que soy un radical izquierdista o filoetarra. Cifuentes (que usted se mejore, señora) me llamará terrorista y Bañez a lo mejor insiste en que la muerte es una movilidad exterior.


Voy a elegir entre comer o medicarme. Aunque a lo mejor elijo morirme porque nunca me gustó ser un estorbo.

1 comentario:

Juan Amor dijo...

Lo de morirse para no ser un estorbo es una idea que nos puede pasar por la cabeza a muchos, también a los niños, y a los jóvenes, porque nadie está libre de una depresión, de una trsteza, de un enojo, etc.., y la Historia está alfombrada de cadáveres de suicidas de todas las edades. Hoy parece ser una de las causas de muerte más importantes en muchos paises industrializados, los paises nórdicos, Francia, Japón, y también España.
Todo esto que estamos viviendo de hurto de derechos fundamentales, y de los logros sociales tan duramente conseguidos, es el resultado de la avaricia, del deseo de lucro sin límites, de la arrogancia y desprecio de los poderosos de los padecimientos de los más débiles. Siempre ha sido igual a lo largo de la Historia, y en cada momento se apoyaba en el sistema económico que dominaba en la época. Ahora es el capitalismo, pero la frase de "adorar al becerro de oro", ya tiene siglos de uso.
A pesar de los pesares la Humanidad ha ido progresando, pero la emancipación de la tiranía de los ricos ha requerido revoluciones. En la francesa el pueblo se hartó de los privilegios, abusos e insensibilidad de la nobleza, y les terminaron cortando el cuello. Ciento y pico años después la revolución bolchevique canalizó la ira de los oprimidos rusos, los campesinos atados a la tierra, los artesanos, los trabajadores en general. No era posible aguantar más. Y hoy, ciento y pico años después, estamos en las mismas. Lo que pasa es que ahora es mucho más difícil porque la revolución, de haberla, tendría que ser global, y además los poderosos están muy camuflados tras las instituciones, las empresas, los mercados financieros, los paraisos fiscales, etc... Pero de seguir así, creo que será inevitable que los indignados del mundo reclamen con violencia a los poderosos del mundo la devolución de lo que es patrimonio de todos.