martes, 9 de octubre de 2012


¿SOY DEMOCRATA?



Los españoles somos demócratas de toda la vida. Desde Manuel Fraga hasta mi vecino del quinto envuelto en águilas y fotos de aquel militar bajito que se fue por Cuelgamuros. Ser demócrata es tan fácil  como colgarse un escapulario del Carmen y canjearlo por una vida eterna con ángeles que te sirven el café de media tarde.

Algunos tuvimos que aprender la democracia en las afueras de esa España atacada por hordas judeomasónicas. Supimos que el otro era un compañero y nunca un confidente político-social. Tardamos en asimilar que se podía pensar, leer a Sartre y a Camus sin que te descerrajaran la vida por la espalda.

Treinta y tantos años desde entonces. Desde los brazaletes de luto los hombres y las mujeres mantilla o pañuelos de pueblo triste. Treinta y tantos años desde entonces, cuando se hizo libertad la alegría y futuro-esperanza un pasado gris plomizo.

Ya estamos aquí. Con la democracia entre las manos. Con la decisión de elegir. La joven democracia. Camino de la madurez tal vez, porque treinta y tantos años dan para madurar y ser responsable del propio rostro.  Tienen arrugas la Constitución y un tanto de alopecia los padres primitivos que la parieron.

Treinta y tanto años desde entonces. Empiezan a desvanecerse los ideales primeros, a deshojarse las ilusiones tempranas. ¿Pudo haber sido y no fue? La corrupción de bolsillo, pero sobre todo la corrupción de la palabra, ha ido desescombrando la responsabilidad de cada uno y cargándola en las espaldas de una democracia adoptada sin sentirnos padres biológicos de la criatura. Que la hagan los otros. Y esos otros nos han defraudado tanto que la calle se llena de apóstatas, iconoclastas que añoran tal vez una dirección unívoca a fuerza de bota y correajes. Y entonces se nos cuela el frío entre los huesos y el miedo resbala como una gota helada por la espalda.

La democracia, como el ser humano, no es un dato estancado, cosificado y terminado en sí mismo. Es un proyecto siempre abierto, una empresa, que diría Laín, un camino que se hace pisada a pisada, como canta Machado desde su muerte exiliada.  Lleva tu nombre y el mío.

Las calles españolas son un grito, un fuego, una llamarada de conciencia traicionada. Ahí andamos, menos de lo que debiéramos, gritando el hambre, el desahucio, la enfermedad, el abandono de quien depende de una mano para agarrarse a la vida, de viejo con el alma artrítica en busca de gelocatil analgésico. Ahí estamos, humanidad de colores blanco, negro, amarillo, hombres, mujeres y niños separando la vida de la muerte con una tarjeta de plástico azul y blanca. Y se queman las calles con manos blancas como llamas, como banderas de inocencia machacada. Rebotando el grito contra cascos de hombres negros, muy negros, condecorados por Coxidó y Jorge Fernández, contra el hambre ahondando en cubos de basura, contra vírgenes condecoradas porque no quieren ser francesas.

Y Rajoy despreciando el grito de la algarabía. Y Ussía mirando por encima del hombro a la chusma. Y Marhuenda argumentando que el 25-S era una sublevación de mazas y ladrillos.  Golpe de estado Cifuentes-Cospedal. Y que hay que esperar cuatro años para ejercer la democracia en las urnas porque la calle, el pan, la libertad y los derechos pueden esperar. Si cuarenta años aguantamos, podemos pasar pisados bastantes menos.

Y mucha ciudadanía dando la razón a la Razón, al ABC, a La Gaceta, a los ussías y marhuendas y serranos. Y millones de españoles, los buenos españoles, con su adhesión inquebrantable, viendo a Bertín Osborne beatificando el mundo  Y otra ciudadanía, la golpista, la radical de extrema izquierda, proetarras, malhechores y hordas, comunistas, pijos-ácratas exigiendo la propiedad de la vida.

Si la democracia es un quehacer común, ¿soy demócrata?


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