martes, 12 de octubre de 2010

IGLESIA Y DERECHOS

La Iglesia no es ni ha sido históricamente, salvo en casos puntuales, generadora de derechos. Su código es absolutamente coercitivo, punitivo, condenatorio y negativo. Cuando la Jerarquía habla del factor humano siempre lo sitúa en el dolor, la cruz, el sufrimiento. El cristiano se identifica así con Jesús. Consciente de que el hombre busca a los dioses más en los momentos de angustia que de felicidad, la Iglesia sabe que no puede desperdiciar esa baza de la soledad humana y la encauza hacia vírgenes dolorosas y cristos dolientes. La imaginería española da buena fe de ello.

Generar derechos es abrir horizontes, reconocer que la especie humana evoluciona y peregrina hacia metas reales por utópicas. Definir al hombre es abrirlo a sí mismo. No es, sino que deviene. El existencialismo descubrió dimensiones nuevas para el quehacer humano. Imprimió una dinámica enriquecedora. Pero la Iglesia se ha quedado en la cosificación. Y bajo la adhesión ciega a un derecho natural y una revelación esencialista, cae en el pecado de lesa humanidad de cegar caminos a quienes somos camino ante todo.

A partir de ese derecho natural y esa revelación, considera que el hombre es un compuesto de cuerpo y alma, materia y espíritu, dedicando sus esfuerzos a encumbrar al segundo. El alma es la que en último término alcanzará a Dios mientras lo corpóreo se extingue. Es verdad que asume que al final de los tiempos se rehará esa conjunción. Pero parece un poco tarde porque implica que en esta vida no ha lugar a derechos que impliquen perfección de lo corpóreo y todo debe estar orientado a la salvación de las almas.

Hay un desprecio absoluto por la carne como principal enemigo del hombre. Se destruye así la visión existencialista de temporalidad. De ahí a condenar todo lo que redunde en la consecución de la felicidad en esta tierra hay sólo un paso, que se convierte en abismo infinito entre lo humano y su propia dimensión de apertura hacia sí mismo y los demás. Los avances científicos, el placer en general y el sexual en particular son condenables. Hay que codificar el amor y condenar el amor libre (¿es posible un amor que no sea libre?) La sexualidad no orientada a la procreación es perversa y en consecuencia la homosexualidad. La investigación para mitigar el dolor o la prolongación gozosa de la vida mediante la aplicación de células madres, la posibilidad de eliminar enfermedades fetales, todo es para la Iglesia una interferencia en los designios de Dios que disfruta más con el sufrimiento humano que con su alegría. El dios fabricado por el cristianismo está más preocupado por el pecado que por la plenitud theilardiana del hombre.

Podríamos seguir enumerando derechos ya alcanzados o vislumbrados en un futuro y de antemano amputados por la concepción eclesiástica (que no eclesial) ¿Y la mujer? Ella permanece, pese al cambio que ha significado su figura en el mundo actual, como el paradigma de la poda de derechos humanos. No es un valor en sí misma, sino la visualización de toda la maldad existente en el mundo. Desde Eva, hacedora del primer pecado, hasta la actualidad, es el compendio de todo el desajuste derramado sobre la humanidad.

Y al final cabe preguntarse: ¿Esta visión constituye el cristianismo? No. Rotundamente no. Este conglomerado doctrinal corresponde a una jerarquía que hace de su postura pseudo-cristiana un entramado rentable a base de presentarlo como una cosmovisión espiritual.

Perdónalos, Señor, aunque saben lo que hacen.

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