martes, 23 de diciembre de 2008

CATOLICO PRACTICANTE

Según el periódico La Razón, el 76% de los españoles se define como católico. El 77,5% bautizaría a sus hijos. El 40% asegura que no acude “nunca” a actos públicos religiosos, como procesiones, y el 35% de los que se dicen católicos no van nunca o casi nunca a misa.

Sin entrar en valoraciones estadísticas, cabe preguntarse si la voluntad de bautizar a los hijos, la asistencia a actos públicos de la Iglesia o el hecho de acudir o no regularmente a misa, constituyen elementos definitorios de lo que es un cristiano. La respuesta es bastante clara: para tranquilidad de conciencia de la Jerarquía, esos son elementos esenciales para definir a los fieles. Sólo los que cumplen ciertos preceptos canónicos pueden considerarse integrados en la visión cuántica de la Iglesia. Por el contrario, nunca alcanzarán esa categoría los que se mantengan al margen de la normativa impuesta. El cristianismo viene así marcado por el cumplimiento del derecho canónico y no por el espíritu de las bienaventuranzas y del mensaje evangélico. Las grandes muchedumbres concentradas en la Plaza de san Pedro, en las vigilias juveniles junto al Papa, en la hermosa filigrana de la semana santa sevillana, en las misas-manifestaciones-religioso-políticas de Colón, llevan a los Obispos a la conclusión de que reflejan la grandiosidad numérica y comprometida de un cristianismo pujante y siempre creciente.

Para ser “cristiano practicante” se exige sólo un cumplimiento ritual y no la lucha por la consecución de valores “radicales” y fundadores de nuestra irrenunciable grandeza: el amor a lo humano en cuanto humano, el valor de la ciencia como revelación del misterio que somos, el cosmos como residencia del Dios-hecho-hombre, prójimo implicado en la aventura temporal e histórica, la libertad poética, siempre creadora de utopías, la pregunta sobre el ser respondida desde el temblor de la provisionalidad, la fraternidad constructora de un mundo habitable para todos y no para unos pocos, la propiedad de los bienes como posesión distributiva, la siembra de un mensaje inquietante, interpelante, agitador de conciencias y nunca narcotizante, la proclamación exigente de los derechos humanos como elemento dinamizador de la evolución humana. Y así podríamos seguir ahondando, pregunta a pregunta, hasta la crucifixión silente de la muerte.

¿Tan poca estima tiene la Iglesia por su esencia cristiana que se siente satisfecha con el cumplimiento periférico, con el simplismo suburbial de unos mandamientos no transformadores de realidades esclavizantes, homófobos, incomprensiblemente amantes de María de Nazaret pero capaces de marginar a la mujer a lo largo de la historia, estructurados alrededor de actitudes costumbristas disfrazadas de tradición, impuestas desde criterios anquilosados y al margen de preocupaciones inherentes al devenir histórico?

Si un día se cambiaran los criterios de las estadísticas, a lo mejor se nos llenaban los extrarradios de cofrades, familias unívocamente estructuradas y báculos destruidos sobre trigales erectos.



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