lunes, 6 de octubre de 2008

MIS MUERTOS, UN DERECHO

Durante muchos años España no fue España. Fue una cuneta inmensa donde un régimen abandonaba los muertos, sembrando angustias, tatuando el dolor de los que quedaron vivos. España fue una tapia grande de cementerio, una pared sitiada cada amanecer, chorreada de sangre rebelde, de mujeres preñadas de esperanza, de jóvenes tronchados. Cayeron poetas y campesinos, madres de pañuelos en la cabeza y muchachas de muslos blancos. Se disparó contra las ideas, contra la fidelidad, contra la altanería limpia que enarbolaba derechos. Y después nacimos los de la dictadura, con lazos negros, con lutos injertados, con una tristeza infinita. Y así vivimos. Con la libertad arrinconada en los sótanos del alma sin poder airearla en los balcones de la vida. Con la alegría fusilada contra un muro de cuarenta años.

La derecha española se niega a condenar el golpe militar del 36. No se puede –argumenta- levantar de nuevo la polvareda que obnubiló a España durante una contienda que estalló hace setenta años. No es conveniente condenar la dictadura porque es historia pasada de España y hay que mirar al futuro.

Los muertos son un derecho. Y una infamia el olvido olvidado de esos muertos. Cada cadáver perdido en el tiempo es una bala certera en la memoria. Es reinventar las tapias y las cunetas. Los muertos son un derecho como el aire, las flores o las olas. Los muertos son un derecho porque constituyen –ellos sí- parte de nuestra historia actual.

La democracia la concebimos, mientras luchábamos por su llegada, como una reconciliación con nosotros mismos. Todos podríamos en adelante habitar en la plaza grande de la palabra, del derecho, de la libertad. Para eso era necesario entroncar con nuestros muertos, reivindicar las raíces. No hemos nacido de nadie. Ellos parieron la posibilidad de vivir la anchura de una libertad conseguida con sangre aunque en sangre pretendieron ahogarla. Franco venció a unos pocos, pero no pudo con la historia. Y en la historia están ellos como hechura primordial, como arranque primigenio, como dato protomártir.

Negar esta memoria es renunciar a las raíces, desentenderse de la paternidad de nuestro presente, renunciar a la madre sangre que nos engendró a todos. Apostatar del ayer es condenarnos a una orfandad infame. No sentirnos hijos de nadie es prostituir nuestro pasado.

La memoria nos purifica históricamente de esa lacra que cayó sobre nosotros durante cuarenta años. La dictadura hizo de sus muertos un glorioso presente: calles, plazas, monumentos, estatuas y el recuerdo de todos los caídos por Dios y por España a la entrada de las Iglesias.

Es hora de que los vencidos rescatemos nuestros muertos y le demos calor de albergue. Ellos, los acostumbrados a cunetas y tapias blancas, a intemperies de escarcha y viento, merecen el cobijo de un nicho acunado de nanas tibias y manos enlazadas. Los de la voz fusilada al amanecer exigen el grito que condene al verdugo. De lo contrario el dictador no sólo habrá conseguido destruirlos a ellos sino que habrá logrado acallar a los hijos legítimos de la sangre.

Los muertos son un derecho irrenunciable si pretendemos mantener la dignidad de la existencia. Ser hijos también es un derecho ejercido desde el reconocimiento del dolor frustrado. Nuestros muertos verdean por campos fecundados de memoria. Siguen aquí, frente al dictador muerto, exhibiendo el futuro que soñaron. Han vuelto a renacer. Del Valle de los Caídos no emerge vida. Pesan demasiado el granito y el cemento. Por las tapias de antiguos cementerios se escala hasta la luz liberadora.






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