miércoles, 13 de agosto de 2008

FRANQUISMO: HISTORIA Y MEMORIA

Un día se te olvida el corazón como costumbre. Te encuentras con la muerte apoyada en tu almohada en un hospital cualquiera, y mientras esperas su abrazo definitivo, recorres el ayer y el hoy sin un mañana posible.
Nacimos en el franquismo, con giraldas firmes y taconazos victoriosos. Se nos prohibió ser niños porque enseguida fuimos hombres de patria. Niños-flechas. Boinas rojas. Cadetes de la vida entre montañas nevadas y camisas nuevas.
Hombres prohibidos fuimos. Decapitadas las ideas. Censurados los besos por éticas falsamente cristianas. Iniciativas cortadas en carne viva. Sólo pensaban los superiores, cuando todos, casi todos, éramos inferiores. Alpargatas semanales. Zapatos y pantalón con raya los domingos. Chocolate de tierra y demasiada tierra ensangrentada de enemigos de la patria.
Se nos vino un día un vendaval de libertad a la cara y estrenamos quehaceres de futuro. Quedó atrás una historia, que es nuestra historia triste, desgarrada, sanguinolenta y oprimida. En el bolsillo de un pantalón que guardamos caliente de tiempos viejos. Pero nada más. Y los muertos. Muchos muertos. Amaneceres llenos de muertos por tapias blancas de cementerios. Enemigos del dictador, pero hermanos nuestros. Allá por las cunetas, con polvo de olvido sobre desnudas calaveras. Y mientras tanto, calles gloriosas a los vencedores: Queipo de Llano, Yagüe, Avenida de José Antonio, estatuas ecuestres en plazas y cruces de calles, rótulos con fechas de entrada de los “nacionales” Cuarenta años de victoria gloriosa para unos, tremendamente amarga para la mayoría. Es nuestra historia. Nuestra reciente y lacerante historia. No hay que olvidarla. Pero sobre todo no hay que ensalzarla con monumentos que nos la recuerden como “glorioso movimiento nacional” Porque debajo de tanta bota opresora están nuestros muertos, nuestro dolor, la orfandad de varias generaciones.
Cuando tienes la muerte apoyada en tu almohada, contemplas una democracia que ha necesitado treinta y tantos años para condenar una dictadura que todos, sólo casi todos, despreciamos. No se trata de nuevos enfrentamientos, como miserablemente pretende demostrarnos Zaplana, sino de un grito de justicia para tantos y tantos que soportaron, soportamos, la pistola en la yugular. No confundamos historia, memoria y encumbramiento. Sólo estamos bajando de sus pedestales a los se subieron a sí mismos invocando sacrílegamente el nombre de una patria como absoluta propiedad privada, robando, hasta ahora impunemente, algo que es herencia común. Estamos restituyendo a sus puestos a los injustamente muertos, a los que eran dueños de su momento. Hay de despreciar una justicia franquista que condenaba ateniéndose a consignas de matones. Hay que condenar sin paliativos y llamar por su nombre a los que ejecutaron a miles de españoles por el simple hecho de no ser dignos del glorioso movimiento nacional.
El desprecio más absoluto a todo el que refugiándose en la memoria como historia no tenga la decencia de deslegitimar al dictador último y a todos sus secuaces.
Vamos a seguir con el mañana, desde el hoy y el ayer purificado por la vergüenza de los que obligados fuimos. Uno puede morirse un poco más a gusto.

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