miércoles, 13 de agosto de 2008

CARDENAL CAÑIZARES

Acabo de leer un resumen de su artículo publicado en el periódico La Razón. Decir que no estoy de acuerdo con su razonamiento es otorgarle una categoría que ese artículo no merece. Porque usted no razona, destila incongruencias incluso desde una opinión política a la que tiene derecho como cualquier ciudadano. Desde un punto de vista doctrinal sus palabras son pura herida abierta, supuración putrefacta. ¿Es posible que logre usted compaginarlas con su cristianismo? ¿Puede hacer coincidir al Dios hecho palabra, encuentro, humanización, amor universal con el agrio sabor que rezuma su artículo? ¿Podrá usted celebrar la Eucaristía como sacramento de fraternidad después de decir lo que ha dicho? ¿Es capaz de que conciliar el respeto infinito que Dios siente por todo lo humano (lo que nos importa es el hombre: Pablo VI ante la ONU) con la absoluta falta de respeto que usted manifiesta hacia una decisión personal? ¿Es posible que a esa decisión le llame usted “terrorismo refinado”?

No me preocupa si pertenece usted al grupo de Obispos conservadores o progresistas. Me preocupa el hecho en sí de que sea usted Obispo. Me preocupa que haya sido designado para impartir una visión amorosa del mundo. Porque esa visión sólo se puede hacer creíble cuando el amor empieza en los sótanos mismos del alma. Sólo cuando de la fe se hace un acto supremo de acogida del Otro, cuando la esperanza se configura como una lucha por una mañana que nos funde con el Otro, cuando el amor es la capacidad de acoger gozosamente la entrega del Otro. (Rudolph Otto)

Refiriéndose a la huelga de hambre del etarra De Juana, afirma usted: “El ayuno controlado, durante más de cien días, de este etarra, no arrepentido, constituye un acto más de violencia, de terrorismo: refinado e inteligente, pero terrorismo”. En consecuencia, “el Estado está obligado a defender a la sociedad de cualquier acto terrorista, también de éste, y poner los medios legítimos que tiene a su alcance para librar a la sociedad de esa violencia sistemática del terrorismo de ETA, cuyos fines son políticos y no justifican en modo alguno ninguna acción terrorista”, puntualiza. No busque un lenguaje farisaico e hipócrita. Dígalo claramente: que se muera. Usted –caridad infinita- lo encomendará a Dios en sus oraciones.

“Vivimos, dice usted, en medio de un caos, sin principios, desnortados, en medio de una perversión del lenguaje y de una gran quiebra moral”, y “estamos inmersos en un haz de contradicciones, y en un mar de confusiones, en un puro relativismo que carcome y destruye a la sociedad”. Su artículo periodístico, se lo aseguro, colabora a esa visión catastrofista, de infierno inmediato, de hundimiento en fuego eterno que usted refleja. Pertenece este artículo a la más repugnante corrupción de la palabra no escuchada desde los tiempos en que reverenciaba usted a un caudillo impuesto por un dios (con minúscula) beligerante, general de cruzadas, de guerras santas con indulgencia plenaria para las pistolas. Cuando se tienen los ojos limpios, Dios se hace cómplice de la alegría, del esfuerzo humano, con una projimidad amante que fecunda la vida. No tiene usted esa limpieza y da usted la impresión de que cree amar a Dios porque no es capaz de amar a nadie.

“Vivimos en la contradicción, en la confusión, en el relativismo. Desnortados” No me incluya en su visión apocalíptica. Ni a mí ni a millones de hombres y mujeres (también mujeres, aunque para usted signifiquen un eslabón inferior) que hemos hecho de la vida una búsqueda esperanzada y amorosa. Búsqueda no instalada en la absoluta seguridad que usted posee, ni en la dogmática tranquilidad de quien como usted encierra a Dios en una definición mezquina y excluyente.

No hable usted de terrorismo sin desinfectar de amenazas sus palabras. La palabra disparada con odio busca las nucas del alma. No dé lecciones desde su puesto de vigía de occidente. No hable en nombre de Dios porque de sangre vertida en nombre de Dios estamos hartos. No hable desde la cúpula de una Iglesia fuera de la cual no hay salvación porque la salvación no nos viene de los miopes márgenes episcopales, sino del esfuerzo supremo del Dios de la cruz, regalo siempre de amor para la indigencia ontológica del hombre.

No confunda la espada victoriosa con la cruz humillada. No necesitamos exorcistas. Nos urgen hacedores de esperanza. Nos sobran notarios de la muerte. Buscamos constructores del amor. Reinsertados de tanto opio anestesiante de conciencias, buscamos la desnudez fecunda de la palabra. Algo que usted -sospecho- es incapaz de dar. No profane la luz que es lo único que nos queda para buscar a tientas una verdad que nos salve.

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